Por Ezequiel Fernández Moores
26 Julio 2015
A Dick Nanninga, el jugador que casi arruina el título del Mundial 78, el DT austríaco de la selección holandesa, Ernest Happel, le habló por primera vez en seis semanas en el preciso momento en que le ordenó entrar a la cancha el día de la final contra Argentina. Fue a los 13 minutos del segundo tiempo, con Argentina 1-0 y a las puertas de la coronación en el Monumental. La otra anécdota de ese momento, que ya es más conocida, sucede a metros de allí, en el banco argentino. Al ver a Nanninga, que medía 1,90 metros, César Menotti, DT de Argentina, estalla furioso contra Roberto Saporiti, su asistente, encargado de pasar la información sobre Holanda. “Nanninga -le había dicho “el Sapo”- no juega, está lesionado, no puede ni caminar”.
Pero Nanninga estaba allí, calentado a metros de Menotti. “El que no salta es un holandés”, cantaba la multitud. Y Nanninga, que saltaba como nadie en la selección holandesa, elongaba y daba saltitos. Listo para entrar. Los insultos del “Flaco” son irreproducibles. Creyendo que Nanninga no jugaría, Menotti había dejado también afuera de la final a Pedro Killer, el más grandote de su defensa. El que mejor podía marcar el cabezazo temible que había hecho famoso al atacante holandés. Luis Galván, el tiempista zaguero de Talleres por quien Menotti realizó una de sus mayores apuestas, estaba jugando un gran Mundial, pero medía (mide) 1,74m. Y Daniel Passarella, el gran capitán, medía (mide) 1,76m. Por mucha capacidad aérea que tenía, a Passarella le iba a resultar difícil controlar al gigante holandés. Cada centro que llegaba al área argentina pasaba a ser una tortura. Hasta que se produjo lo inevitable.
Faltaban apenas 8’. Unas 70.000 personas en las tribunas, entre ellas el dictador Jorge Videla. Millones frente a la TV. “Un país detenido”, como graficó una crónica, en alusión a los tiempos políticos del ’78. Centro preciso y Nanninga, descuidado, salta y anota el 1-1. Menotti quería comerse crudo a Saporiti. Fue tal el desconcierto que unos minutos después, ya casi en el descuento, Rob Rensenbrik toca suave con poco ángulo ante la salida de Ubaldo Fillol y el poste frena la pelota que ponía fin definitivo al sueño. El aliviador descanso para el tiempo extra ayudó a reordenar todo. Mario Kempes fue héroe del 3-1 y la historia conocida. El hombre que casi arruina la fiesta, Dirk “Dick” Jacobus Willem Nanninga, murió esta última semana. Murió joven, con apenas 66 años. El gran saltador había pasado los últimos años postrado en silla de ruedas. Diabético. Tenía ambas piernas amputadas.
Entrevisté a Rep en la concentración holandesa apenas dos días antes de la final. Si Nanninga hubiese pasado a mi lado tal vez ni lo hubiese reconocido. Era, en rigor, uno de los jugadores más desconocidos de la selección que había llegado a la Argentina a desquitarse de la derrota en la final del Mundial 74, también ante el país anfitrión, Alemania. Era casi la misma “naranja mecánica”, pero sin su líder, Johan Cruyff. Nanninga había ganado extraña fama porque en primera rueda había sido expulsado contra Alemania apenas 7’ después de su ingreso desde la banca. Nunca había sucedido algo así en un Mundial. Nanninga se había ganado una amarilla por una falta. Rep insultó. El árbitro uruguayo Ramón Barreto creyó que fue Nanninga y lo echó. Acaso por eso Happel no le dirigía la palabra. Hasta que volvió a necesitarlo en la final.
“¿No tienes miedo? ¿Qué harás si te disparan?”, le preguntó un periodista antes de viajar a la Argentina que vivía bajo el terror. “Le tiro las balas de vuelta”, respondió Nanninga. “A preguntas estúpidas -pensó- respuestas estúpidas”. Sin teléfono, y con una única televisión que no andaba nunca, las cartas eran la única distracción en la concentración de Holanda, en Mendoza. Había soldados por todos lados. Nanninga salió una tarde a caminar con Johan Neeskens por el bosque cercano al hotel. “No deberían estar por aquí, deberían estar en su hotel”, le dijo un soldado de custodia. “¿Y si no lo hacemos?”, preguntó Nanninga. “Nos veríamos obligados a disparar”, contestó el soldado. Eran soldados cuyas metrallas disparaban “flores”. Así, al menos, le escribió Ruud Krol, capitán de Holanda, a su pequeña hija Mabelle. Fue una mentira que publicó la revista “El Gráfico” y que estuvo a punto de provocar un escándalo diplomático. “Esos soldaditos -decía también la carta inventada- son nuestros amigos, nos cuidan y nos protegen”.
Happel fue un DT de enorme trayectoria, una leyenda en el fútbol europeo. Pero en el Mundial 78 estaba ya algo apagado. “Vos -le dijo al mellizo Willy van de Kerkhof antes de la final- tenés que marcar al de pelo largo”. “¿A Kempes?”, preguntó el mellizo. “¡Willy, respeto, respeto Willy!”, gritó Happel. Su compañero Wim Suurbier creía que no sería parte de la final. Esa mañana tomó muchísima cerveza con el periodista Jack van Gelder. En la charla técnica se enteró que estaba dentro de los 16. Se la pasó tomando leche hasta una hora antes de partir al Monumental. La TV holandesa aprovechó para mostrar por primera vez en Europa a las Madres de Plaza de Mayo. Para el embajador holandés, Honore Van den Brandeler, Videla era “un hombre de honor”. En el palco del Monumental, el dictador le dijo con los dedos “uno-cero” cuando Kempes abrió la cuenta. “Uno-uno”, le devolvió Van den Brandeler el gesto, sonrisa incluida. Nanninga acababa de anotar el empate.
Su compañero Wim Rijsbergen contó que el plantel decidió no ir a la cena de clausura de la Copa, por la noche en el Hotel Plaza, “para no sentarnos al lado de asesinos”. Uno de los jugadores le dio su acreditación al periodista Frits Barend, del periódico de izquierda “Vrij Nederland”. También escribía para ese diario el arquero de la selección, Jan Jongbloed, quien durante el Mundial fue a visitar a las Madres a la Plaza, igual que Rijsbergen. Barend se acercó a Videla en plena cena de clausura. “Es un insulto”, le respondió Videla cuando Barend le preguntó por la ausencia de la selección holandesa. Barend le preguntó entonces por los niños desaparecidos. Videla le contestó “estamos en guerra” y le pidió que lo dejara seguir comiendo. Otros jugadores holandeses matizan esa versión. René van de Kerkhof, el hermano mellizo de Willy, contó al periodista Marcel Rozer que él y sus compañeros sólo querían ganar. Y que estaban dispuestos a recibir la Copa hasta de Hitler. No fueron a la cena de clausura, me dijeron colegas holandeses, porque se asomaron por la ventana del hotel Sheraton y, desde arriba, las calles parecían un hormiguero de tanta gente que había celebrando. Y que cantaba: “¡el que no salta es un holandés, el que no salta es un holandés!”.
Hay una foto de Nanninga consolando a uno de sus compañeros que está tirado boca abajo apenas después de la derrota. Nanninga contó que, por la noche, fue con otros jugadores a la barra del hotel. Y que Wim Suurbier siguió borracho hasta en el avión de vuelta.
Nanninga llegó a jugar 15 partidos y anotó seis goles para la selección de Holanda. Fue ídolo del Roda con 107 goles en ocho temporadas. Atendía una florería y tenía tres hijos. Una vida muy familiar. En los últimos años fue a ganar dinero al fútbol chino. Pero fueron años de tortura, de dolores interminables por fracturas óseas y dos operaciones de hernia. Diabetes. En 2012 cayó en coma. Tuvieron que amputarle la pierna izquierda. Dos años después la derecha. Murió la semana pasada. Era el jugador holandés que saltaba como nadie.
Pero Nanninga estaba allí, calentado a metros de Menotti. “El que no salta es un holandés”, cantaba la multitud. Y Nanninga, que saltaba como nadie en la selección holandesa, elongaba y daba saltitos. Listo para entrar. Los insultos del “Flaco” son irreproducibles. Creyendo que Nanninga no jugaría, Menotti había dejado también afuera de la final a Pedro Killer, el más grandote de su defensa. El que mejor podía marcar el cabezazo temible que había hecho famoso al atacante holandés. Luis Galván, el tiempista zaguero de Talleres por quien Menotti realizó una de sus mayores apuestas, estaba jugando un gran Mundial, pero medía (mide) 1,74m. Y Daniel Passarella, el gran capitán, medía (mide) 1,76m. Por mucha capacidad aérea que tenía, a Passarella le iba a resultar difícil controlar al gigante holandés. Cada centro que llegaba al área argentina pasaba a ser una tortura. Hasta que se produjo lo inevitable.
Faltaban apenas 8’. Unas 70.000 personas en las tribunas, entre ellas el dictador Jorge Videla. Millones frente a la TV. “Un país detenido”, como graficó una crónica, en alusión a los tiempos políticos del ’78. Centro preciso y Nanninga, descuidado, salta y anota el 1-1. Menotti quería comerse crudo a Saporiti. Fue tal el desconcierto que unos minutos después, ya casi en el descuento, Rob Rensenbrik toca suave con poco ángulo ante la salida de Ubaldo Fillol y el poste frena la pelota que ponía fin definitivo al sueño. El aliviador descanso para el tiempo extra ayudó a reordenar todo. Mario Kempes fue héroe del 3-1 y la historia conocida. El hombre que casi arruina la fiesta, Dirk “Dick” Jacobus Willem Nanninga, murió esta última semana. Murió joven, con apenas 66 años. El gran saltador había pasado los últimos años postrado en silla de ruedas. Diabético. Tenía ambas piernas amputadas.
Entrevisté a Rep en la concentración holandesa apenas dos días antes de la final. Si Nanninga hubiese pasado a mi lado tal vez ni lo hubiese reconocido. Era, en rigor, uno de los jugadores más desconocidos de la selección que había llegado a la Argentina a desquitarse de la derrota en la final del Mundial 74, también ante el país anfitrión, Alemania. Era casi la misma “naranja mecánica”, pero sin su líder, Johan Cruyff. Nanninga había ganado extraña fama porque en primera rueda había sido expulsado contra Alemania apenas 7’ después de su ingreso desde la banca. Nunca había sucedido algo así en un Mundial. Nanninga se había ganado una amarilla por una falta. Rep insultó. El árbitro uruguayo Ramón Barreto creyó que fue Nanninga y lo echó. Acaso por eso Happel no le dirigía la palabra. Hasta que volvió a necesitarlo en la final.
“¿No tienes miedo? ¿Qué harás si te disparan?”, le preguntó un periodista antes de viajar a la Argentina que vivía bajo el terror. “Le tiro las balas de vuelta”, respondió Nanninga. “A preguntas estúpidas -pensó- respuestas estúpidas”. Sin teléfono, y con una única televisión que no andaba nunca, las cartas eran la única distracción en la concentración de Holanda, en Mendoza. Había soldados por todos lados. Nanninga salió una tarde a caminar con Johan Neeskens por el bosque cercano al hotel. “No deberían estar por aquí, deberían estar en su hotel”, le dijo un soldado de custodia. “¿Y si no lo hacemos?”, preguntó Nanninga. “Nos veríamos obligados a disparar”, contestó el soldado. Eran soldados cuyas metrallas disparaban “flores”. Así, al menos, le escribió Ruud Krol, capitán de Holanda, a su pequeña hija Mabelle. Fue una mentira que publicó la revista “El Gráfico” y que estuvo a punto de provocar un escándalo diplomático. “Esos soldaditos -decía también la carta inventada- son nuestros amigos, nos cuidan y nos protegen”.
Happel fue un DT de enorme trayectoria, una leyenda en el fútbol europeo. Pero en el Mundial 78 estaba ya algo apagado. “Vos -le dijo al mellizo Willy van de Kerkhof antes de la final- tenés que marcar al de pelo largo”. “¿A Kempes?”, preguntó el mellizo. “¡Willy, respeto, respeto Willy!”, gritó Happel. Su compañero Wim Suurbier creía que no sería parte de la final. Esa mañana tomó muchísima cerveza con el periodista Jack van Gelder. En la charla técnica se enteró que estaba dentro de los 16. Se la pasó tomando leche hasta una hora antes de partir al Monumental. La TV holandesa aprovechó para mostrar por primera vez en Europa a las Madres de Plaza de Mayo. Para el embajador holandés, Honore Van den Brandeler, Videla era “un hombre de honor”. En el palco del Monumental, el dictador le dijo con los dedos “uno-cero” cuando Kempes abrió la cuenta. “Uno-uno”, le devolvió Van den Brandeler el gesto, sonrisa incluida. Nanninga acababa de anotar el empate.
Su compañero Wim Rijsbergen contó que el plantel decidió no ir a la cena de clausura de la Copa, por la noche en el Hotel Plaza, “para no sentarnos al lado de asesinos”. Uno de los jugadores le dio su acreditación al periodista Frits Barend, del periódico de izquierda “Vrij Nederland”. También escribía para ese diario el arquero de la selección, Jan Jongbloed, quien durante el Mundial fue a visitar a las Madres a la Plaza, igual que Rijsbergen. Barend se acercó a Videla en plena cena de clausura. “Es un insulto”, le respondió Videla cuando Barend le preguntó por la ausencia de la selección holandesa. Barend le preguntó entonces por los niños desaparecidos. Videla le contestó “estamos en guerra” y le pidió que lo dejara seguir comiendo. Otros jugadores holandeses matizan esa versión. René van de Kerkhof, el hermano mellizo de Willy, contó al periodista Marcel Rozer que él y sus compañeros sólo querían ganar. Y que estaban dispuestos a recibir la Copa hasta de Hitler. No fueron a la cena de clausura, me dijeron colegas holandeses, porque se asomaron por la ventana del hotel Sheraton y, desde arriba, las calles parecían un hormiguero de tanta gente que había celebrando. Y que cantaba: “¡el que no salta es un holandés, el que no salta es un holandés!”.
Hay una foto de Nanninga consolando a uno de sus compañeros que está tirado boca abajo apenas después de la derrota. Nanninga contó que, por la noche, fue con otros jugadores a la barra del hotel. Y que Wim Suurbier siguió borracho hasta en el avión de vuelta.
Nanninga llegó a jugar 15 partidos y anotó seis goles para la selección de Holanda. Fue ídolo del Roda con 107 goles en ocho temporadas. Atendía una florería y tenía tres hijos. Una vida muy familiar. En los últimos años fue a ganar dinero al fútbol chino. Pero fueron años de tortura, de dolores interminables por fracturas óseas y dos operaciones de hernia. Diabetes. En 2012 cayó en coma. Tuvieron que amputarle la pierna izquierda. Dos años después la derecha. Murió la semana pasada. Era el jugador holandés que saltaba como nadie.