Por Carlos Páez de la Torre H
31 Mayo 2015
DIEGO DE VILLARROEL. Estatua en bronce del fundador, que se alza en el parque Avellaneda. La ejecutó en 1936 el escultor Juan Carlos Iramain.
Hacen hoy justamente 450 años que, el 31 de mayo de 1565, se fundó, en el paraje denominado Ibatín, la ciudad de San Miguel de Tucumán. El aniversario hace oportuno contar, una vez más y a grandes rasgos, la historia del suceso.
Dos años antes, el rey Felipe II había creado la “Gobernación de Tucumán”, que dependía del virrey del Perú, don Diego López de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva. Éste designó gobernador de la vasta jurisdicción (cuyos imprecisos límites abarcaban siete actuales provincias argentinas) a don Francisco de Aguirre. La capital de la gobernación estaba en Santiago del Estero.
De entrada, el avezado y enérgico Aguirre reprime los alzamientos de los indígenas, generados por la imprudente conducta de su antecesor en la región, Gregorio de Castañeda. Lo logra. Pero sabe que una ciudad solitaria en semejante territorio tiene escaso futuro. Son necesarios nuevos doblamientos, que se protejan unos a otros y que aseguren el camino hacia el Río de La Plata. En suma, hay que fundar con urgencia más ciudades.
Hombre de confianza
Hombre de su máxima confianza es un sobrino, el capitán Diego de Villarroel. Español de la provincia de Toledo, nacido en Villafranca de la Puente del Arzobispo, estaba Villarroel en América desde hacía más de una década. Frisaba los 40 años. Ha sido compañero de armas de Aguirre en varias campañas, y le parece que designarlo para una nueva empresa fundadora sería una excelente decisión. Así, el 10 de mayo de 1565, Aguirre firma un largo documento.
Empieza enumerando los méritos de Villarroel: su “valor, prudencia y experiencia”: su condición de “caballero e hijodalgo” y, en fin, “todas las demás calidades que conviene tener en las personas a quienes se les encarga cargos de tanta confianza”.
Tras estos elogios, Aguirre concretaba la misión: encomienda a Villarroel que “podáis poblar y pobléis la ciudad y pueblo de San Miguel de Tucumán en el campo que llaman en lengua de los naturales Ibatín, ribera del río que sale de la quebrada”.
El tronco de la Justicia
Quedaba designado, además, “teniente de gobernador y capitán” de la nueva ciudad. En otro documento, del día siguiente, lo autorizaba a “dar y repartir tierras” en el nuevo asiento, y le encomendaba hacer la guerra a los naturales hasta lograr someterlos “al dominio real y al servicio de los españoles”.
Diego de Villarroel partió, entonces, rumbo a su destino. Arribado al paraje de Ibatín, el 31 de mayo de 1565 desarrolló solemnemente el protocolo establecido para la fundación de las ciudades españolas en América. En primer término, hizo cavar un agujero en el centro del cuadrado que destinó para plaza, y allí clavó un grueso tronco: era el símbolo del poder real y marcaba el lugar donde serían ejecutados, en adelante, los malhechores.
Sin duda (aunque no lo detalla el acta), realizó también los actos posesorios simbólicos que disponían las reales ordenanzas. Es decir, cortar matorrales, sentarse en el suelo, lanzar mandobles a los cuatro puntos cardinales y desafiar a viva voz a que alguien le discutiera la posesión que en ese momento tomaba.
La fundación
Proclamó, entonces, que en nombre de “Dios Nuestro Señor y de su Majestad el Rey don Felipe, segundo de este nombre, primer Emperador del Nuevo Mundo de las Indias, y del muy ilustre Francisco de Aguirre, gobernador y capitán general de estas provincias de Tucumán, Juríes y Diaguitas”, dejaba poblada “en este asiento en lengua de los naturales llamado Ibatín, esta ciudad a la cual ponía y puso nombre de San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión”, para que así “se llamase desde hoy en adelante”, con una Iglesia Mayor bajo “la advocación de Nuestra Señora de la Encarnación”.
Siguiendo siempre el ceremonial establecido, advirtió que nadie podía tocar el poste (que se denominaba “palo y picota”), bajo pena de muerte y confiscación de todos los bienes. Y como era necesario que la ciudad contase con un Cabildo, para que “la rigiese y gobernase según y como se rigen los demás pueblos y ciudades pobladas en nombre de Su Majestad”, procedió a designar a los cabildantes.
El primer Cabildo
Llamó a Pedro de Villalba y a Juan Núñez de Guevara, y los nombró alcaldes ordinarios. Les entregó, como símbolo de su cargo, “sendas varas de justicia con cruz encima”, y juraron, “sobre la señal de la cruz”, desempeñarse con fidelidad. Lo mismo hicieron los demás regidores del Cabildo, que allí mismo designó: Antonio Berru, Diego de Saldaña, Bartolomé Hernández, Francisco Díaz Picón, Pedro de Lorique y Diego de Vera, así como el procurador Alonso Martín del Arroyo. Toda la actuación fue acreditada por el “escribano público y de cabildo”, Cristóbal de Valdés. El acta fue pregonada por “el mulato Francisco”.
La ciudad quedaba así fundada, con una jurisdicción que abarcaba los distritos de Choromoros al Norte, de Chicligasta al centro y de Catamarca al Sur y al Oeste. Nadie podía sospechar entonces que, con el tiempo, esa ciudad sería la única que conservaría el nombre “Tucumán”, genérico de la vastísima región. Tampoco, que era una de las pocas que lograrían permanecer en el inmenso territorio sobre la cual los conquistadores españoles de Perú y de Chile habían centrado sus objetivos de ese momento.
Primeros tiempos
Cabe apuntar que el texto del acta que acabamos de entresacar –con ortografía modernizada- permaneció desconocido muchos años. Por eso la generalidad de los historiadores se equivocó al dar el día y el año de la fundación. Recién en el siglo XX, en 1917, el historiador Monseñor Pablo Cabrera encontró un traslado de ese documento en otro expediente, y procedió a publicarlo. Se supo entonces, con precisión, que la vida de San Miguel de Tucumán arrancaba el 31 de mayo de 1565.
No existen representaciones gráficas de aquella primitiva ciudad. El historiador Ricardo Jaimes Freyre la imagina con rápidos brochazos. La supone dotada de “algunos grupos de casas aquí y allá, casi todas techadas de paja, con piso de tierra, pocas ventanas y extensos cercados para los animales domésticos”. Y “entre una casa y otra, anchos espacios vacíos, en los que la vegetación espontánea crecía libremente”.
Barro y cañas eran el material utilizado para la mayor parte de los edificios. Había “una casita de aspecto rural, coronada por una cruz y una viga, que sostenía una campana”. Se divisaba también “alguna construcción un poco mayor que servía de convento; otra que se utilizaba como hospital; y un edificio en construcción y reconstrucción perpetua, destinado a las reuniones del Cabildo, a los despachos de la justicia y a la seguridad de los criminales”.
Fértil y fácil
No es mucho lo que se sabe, literatura aparte, de los primeros tiempos de la vida de los pobladores de San Miguel de Tucumán, cuya asistencia espiritual y educación estaban a cargo de los Padres Franciscanos, primeros que tuvieron escuela en ese asiento. Obviamente, los vecinos participaron en las posteriores fundaciones castellanas de la región, así como en las tan frecuentes guerras contra los indígenas.
Pero aquellos primeros fundadores no las pasaban mal, en esas tierras donde el suelo era fértil, fácil el agua y los bosques abundantes. En la penúltima década del siglo XVI, Sotelo Narváez apuntaba que “es tierra muy abundante de comidas”; que en ella “llueve más que en Santiago”, y que no la molestaban los indígenas. Agregaba que “aquí se beneficia y hace mucho lienzo de lino, y se saca madera de cedros y nogales para todos los pueblos de la tierra, porque es muy abundante de ella”. Informaba que “cerca de las casas hay un obraje de paños y frazadas, sombreros y cordobanes”, y también “dos molinos de agua que abastecen al pueblo”.
“Buen temple”
En suma, “es de muchos frutales de Castilla, de buen temple (esto es, clima) y apacible recreación, y de muchos ganados, cazas y pesquerías y mucha miel”. Se veían asimismo “montañas de andes, nogales, cedros”, y las nueces eran “más pequeñas que las de España”.
Por la misma época, Fray Reginaldo de Lizárraga afirmaba que Tucumán era pueblo “más fresco y de mejores edificios y aguas” que Santiago del Estero. Y el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta escribiría que “sólo por tener el invierno de esta ciudad, se podía venir de partes muy remotas a ella”.
Muchos años más tarde, en 1684, el Cabildo trazaría un acentuado elogio de la primitiva San Miguel de Tucumán. Diría que allí “es la tierra en sí tan fecunda, que sin regadíos de acequias se siembra y se cogen sementeras grandiosas, por llover tan a tiempo”; lo que permitía “el abasto de esta república”, y también el de “Santiago del Estero, Valle de Catamarca y Nueva Rioja”.
El traslado de 1685
Como si fuera poco, subrayaba ese año el Cabildo, “en ninguna parte de la provincia hay tan hermoso países (es decir, paisajes) de tanta variedad de árboles y maderas para arquitecturas y otras obras ingeniosas; tantos árboles frutales de Castilla y de la tierra, que con sus flores en la primavera rodean y hermosean esta ciudad; y en verano la sustentan y regalan con sus frutos”. Exaltaban también la cantidad de ríos que tenía y que, al Occidente “caen las serranías y cordilleras tan altas y encumbradas, que tan en tiempo de verano se muestran vistosas con la nieve que ocupa sus cumbres”.
Pasaron los años. Sucedió que a fines del siglo XVII, por el peligro de los calchaquíes, viajeros y carretas empezaron a preferir otro camino, que tocaba Esteco, Choromoros y Tapia sin pasar por San Miguel. Esto dejó a trasmano a la ciudad, “retirada del comercio, que es el que hace a todas las ciudades opulentas y ricas”, explica un documento. Sumadas otras calamidades, como los daños por los desbordes del río y lo malsano de sus aguas, el hecho fue que, en 1685, un siglo y medio después de su fundación, se resolvió trasladar San Miguel de Tucumán al paraje denominado La Toma. En ese lugar seguimos, desde entonces.
Dos años antes, el rey Felipe II había creado la “Gobernación de Tucumán”, que dependía del virrey del Perú, don Diego López de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva. Éste designó gobernador de la vasta jurisdicción (cuyos imprecisos límites abarcaban siete actuales provincias argentinas) a don Francisco de Aguirre. La capital de la gobernación estaba en Santiago del Estero.
De entrada, el avezado y enérgico Aguirre reprime los alzamientos de los indígenas, generados por la imprudente conducta de su antecesor en la región, Gregorio de Castañeda. Lo logra. Pero sabe que una ciudad solitaria en semejante territorio tiene escaso futuro. Son necesarios nuevos doblamientos, que se protejan unos a otros y que aseguren el camino hacia el Río de La Plata. En suma, hay que fundar con urgencia más ciudades.
Hombre de confianza
Hombre de su máxima confianza es un sobrino, el capitán Diego de Villarroel. Español de la provincia de Toledo, nacido en Villafranca de la Puente del Arzobispo, estaba Villarroel en América desde hacía más de una década. Frisaba los 40 años. Ha sido compañero de armas de Aguirre en varias campañas, y le parece que designarlo para una nueva empresa fundadora sería una excelente decisión. Así, el 10 de mayo de 1565, Aguirre firma un largo documento.
Empieza enumerando los méritos de Villarroel: su “valor, prudencia y experiencia”: su condición de “caballero e hijodalgo” y, en fin, “todas las demás calidades que conviene tener en las personas a quienes se les encarga cargos de tanta confianza”.
Tras estos elogios, Aguirre concretaba la misión: encomienda a Villarroel que “podáis poblar y pobléis la ciudad y pueblo de San Miguel de Tucumán en el campo que llaman en lengua de los naturales Ibatín, ribera del río que sale de la quebrada”.
El tronco de la Justicia
Quedaba designado, además, “teniente de gobernador y capitán” de la nueva ciudad. En otro documento, del día siguiente, lo autorizaba a “dar y repartir tierras” en el nuevo asiento, y le encomendaba hacer la guerra a los naturales hasta lograr someterlos “al dominio real y al servicio de los españoles”.
Diego de Villarroel partió, entonces, rumbo a su destino. Arribado al paraje de Ibatín, el 31 de mayo de 1565 desarrolló solemnemente el protocolo establecido para la fundación de las ciudades españolas en América. En primer término, hizo cavar un agujero en el centro del cuadrado que destinó para plaza, y allí clavó un grueso tronco: era el símbolo del poder real y marcaba el lugar donde serían ejecutados, en adelante, los malhechores.
Sin duda (aunque no lo detalla el acta), realizó también los actos posesorios simbólicos que disponían las reales ordenanzas. Es decir, cortar matorrales, sentarse en el suelo, lanzar mandobles a los cuatro puntos cardinales y desafiar a viva voz a que alguien le discutiera la posesión que en ese momento tomaba.
La fundación
Proclamó, entonces, que en nombre de “Dios Nuestro Señor y de su Majestad el Rey don Felipe, segundo de este nombre, primer Emperador del Nuevo Mundo de las Indias, y del muy ilustre Francisco de Aguirre, gobernador y capitán general de estas provincias de Tucumán, Juríes y Diaguitas”, dejaba poblada “en este asiento en lengua de los naturales llamado Ibatín, esta ciudad a la cual ponía y puso nombre de San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión”, para que así “se llamase desde hoy en adelante”, con una Iglesia Mayor bajo “la advocación de Nuestra Señora de la Encarnación”.
Siguiendo siempre el ceremonial establecido, advirtió que nadie podía tocar el poste (que se denominaba “palo y picota”), bajo pena de muerte y confiscación de todos los bienes. Y como era necesario que la ciudad contase con un Cabildo, para que “la rigiese y gobernase según y como se rigen los demás pueblos y ciudades pobladas en nombre de Su Majestad”, procedió a designar a los cabildantes.
El primer Cabildo
Llamó a Pedro de Villalba y a Juan Núñez de Guevara, y los nombró alcaldes ordinarios. Les entregó, como símbolo de su cargo, “sendas varas de justicia con cruz encima”, y juraron, “sobre la señal de la cruz”, desempeñarse con fidelidad. Lo mismo hicieron los demás regidores del Cabildo, que allí mismo designó: Antonio Berru, Diego de Saldaña, Bartolomé Hernández, Francisco Díaz Picón, Pedro de Lorique y Diego de Vera, así como el procurador Alonso Martín del Arroyo. Toda la actuación fue acreditada por el “escribano público y de cabildo”, Cristóbal de Valdés. El acta fue pregonada por “el mulato Francisco”.
La ciudad quedaba así fundada, con una jurisdicción que abarcaba los distritos de Choromoros al Norte, de Chicligasta al centro y de Catamarca al Sur y al Oeste. Nadie podía sospechar entonces que, con el tiempo, esa ciudad sería la única que conservaría el nombre “Tucumán”, genérico de la vastísima región. Tampoco, que era una de las pocas que lograrían permanecer en el inmenso territorio sobre la cual los conquistadores españoles de Perú y de Chile habían centrado sus objetivos de ese momento.
Primeros tiempos
Cabe apuntar que el texto del acta que acabamos de entresacar –con ortografía modernizada- permaneció desconocido muchos años. Por eso la generalidad de los historiadores se equivocó al dar el día y el año de la fundación. Recién en el siglo XX, en 1917, el historiador Monseñor Pablo Cabrera encontró un traslado de ese documento en otro expediente, y procedió a publicarlo. Se supo entonces, con precisión, que la vida de San Miguel de Tucumán arrancaba el 31 de mayo de 1565.
No existen representaciones gráficas de aquella primitiva ciudad. El historiador Ricardo Jaimes Freyre la imagina con rápidos brochazos. La supone dotada de “algunos grupos de casas aquí y allá, casi todas techadas de paja, con piso de tierra, pocas ventanas y extensos cercados para los animales domésticos”. Y “entre una casa y otra, anchos espacios vacíos, en los que la vegetación espontánea crecía libremente”.
Barro y cañas eran el material utilizado para la mayor parte de los edificios. Había “una casita de aspecto rural, coronada por una cruz y una viga, que sostenía una campana”. Se divisaba también “alguna construcción un poco mayor que servía de convento; otra que se utilizaba como hospital; y un edificio en construcción y reconstrucción perpetua, destinado a las reuniones del Cabildo, a los despachos de la justicia y a la seguridad de los criminales”.
Fértil y fácil
No es mucho lo que se sabe, literatura aparte, de los primeros tiempos de la vida de los pobladores de San Miguel de Tucumán, cuya asistencia espiritual y educación estaban a cargo de los Padres Franciscanos, primeros que tuvieron escuela en ese asiento. Obviamente, los vecinos participaron en las posteriores fundaciones castellanas de la región, así como en las tan frecuentes guerras contra los indígenas.
Pero aquellos primeros fundadores no las pasaban mal, en esas tierras donde el suelo era fértil, fácil el agua y los bosques abundantes. En la penúltima década del siglo XVI, Sotelo Narváez apuntaba que “es tierra muy abundante de comidas”; que en ella “llueve más que en Santiago”, y que no la molestaban los indígenas. Agregaba que “aquí se beneficia y hace mucho lienzo de lino, y se saca madera de cedros y nogales para todos los pueblos de la tierra, porque es muy abundante de ella”. Informaba que “cerca de las casas hay un obraje de paños y frazadas, sombreros y cordobanes”, y también “dos molinos de agua que abastecen al pueblo”.
“Buen temple”
En suma, “es de muchos frutales de Castilla, de buen temple (esto es, clima) y apacible recreación, y de muchos ganados, cazas y pesquerías y mucha miel”. Se veían asimismo “montañas de andes, nogales, cedros”, y las nueces eran “más pequeñas que las de España”.
Por la misma época, Fray Reginaldo de Lizárraga afirmaba que Tucumán era pueblo “más fresco y de mejores edificios y aguas” que Santiago del Estero. Y el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta escribiría que “sólo por tener el invierno de esta ciudad, se podía venir de partes muy remotas a ella”.
Muchos años más tarde, en 1684, el Cabildo trazaría un acentuado elogio de la primitiva San Miguel de Tucumán. Diría que allí “es la tierra en sí tan fecunda, que sin regadíos de acequias se siembra y se cogen sementeras grandiosas, por llover tan a tiempo”; lo que permitía “el abasto de esta república”, y también el de “Santiago del Estero, Valle de Catamarca y Nueva Rioja”.
El traslado de 1685
Como si fuera poco, subrayaba ese año el Cabildo, “en ninguna parte de la provincia hay tan hermoso países (es decir, paisajes) de tanta variedad de árboles y maderas para arquitecturas y otras obras ingeniosas; tantos árboles frutales de Castilla y de la tierra, que con sus flores en la primavera rodean y hermosean esta ciudad; y en verano la sustentan y regalan con sus frutos”. Exaltaban también la cantidad de ríos que tenía y que, al Occidente “caen las serranías y cordilleras tan altas y encumbradas, que tan en tiempo de verano se muestran vistosas con la nieve que ocupa sus cumbres”.
Pasaron los años. Sucedió que a fines del siglo XVII, por el peligro de los calchaquíes, viajeros y carretas empezaron a preferir otro camino, que tocaba Esteco, Choromoros y Tapia sin pasar por San Miguel. Esto dejó a trasmano a la ciudad, “retirada del comercio, que es el que hace a todas las ciudades opulentas y ricas”, explica un documento. Sumadas otras calamidades, como los daños por los desbordes del río y lo malsano de sus aguas, el hecho fue que, en 1685, un siglo y medio después de su fundación, se resolvió trasladar San Miguel de Tucumán al paraje denominado La Toma. En ese lugar seguimos, desde entonces.