Por Guillermo Monti
16 Mayo 2015
George Miller rodó “Mad Max” en 1979 junto a un absoluto desconocido llamado Mel Gibson, 650.000 dólares que no alcanzaban para nada y cero pretensión de hacer ruido mucho más allá de Australia. Así suelen construirse los clásicos modernos. Un poco cowboy, un poco samurai, Max encarnó al héroe transcultural por excelencia. Hubo dos secuelas, claro, y la permanente pregunta de millones de fans: ¿cómo sigue la historia?
La historia sigue 37 años después con un reboot, fórmula que Hollywood exprime para resucitar franquicias, historias y personajes que garantizan, al menos, la expectativa del público. Lo acertado de Warner, además del presupuesto ilimitado que consiguió, fue confiarle el proyecto al padre de la criatura. Aquí está George Miller entonces, con las manos y las ideas libres para traer a su Mad Max al siglo XXI. La cuestión es que los temas en discusión son casi los mismos que a principios de los 80: el agotamiento de los recursos naturales, las guerras globales, las distopías en ciernes. Pasto de esa violencia explícita en la que Max se mueve como pez en el agua. O en la arena.
A Gibson lo reemplaza Hardy, una figura de moda perfectamente adaptada al Max monosilábico, feroz y, en el fondo, guardián de la escasa justicia que puede encontrarse en ese futuro frenético. De locos.
La película es una sinfonía en permanente movimiento, una road movie alucinante, una huida hacia adelante en la que los más variopintos personajes se enlazan en batallas interminables sobre ruedas. Entre las líneas de tanta acción pura y dura se lee un mundo enfermo, deforme, donde los ejércitos se inmolan en el altar de déspotas investidos de un aura espiritual.
El diseño de producción (vestuario, maquillaje, pertenencias tribales) es protagonista, al igual que los monstruos sobre ruedas que cabalgan el desierto inacabable. Por allí anda Mad Max, caballero descastado que volvió, seguramente, para quedarse.
La historia sigue 37 años después con un reboot, fórmula que Hollywood exprime para resucitar franquicias, historias y personajes que garantizan, al menos, la expectativa del público. Lo acertado de Warner, además del presupuesto ilimitado que consiguió, fue confiarle el proyecto al padre de la criatura. Aquí está George Miller entonces, con las manos y las ideas libres para traer a su Mad Max al siglo XXI. La cuestión es que los temas en discusión son casi los mismos que a principios de los 80: el agotamiento de los recursos naturales, las guerras globales, las distopías en ciernes. Pasto de esa violencia explícita en la que Max se mueve como pez en el agua. O en la arena.
A Gibson lo reemplaza Hardy, una figura de moda perfectamente adaptada al Max monosilábico, feroz y, en el fondo, guardián de la escasa justicia que puede encontrarse en ese futuro frenético. De locos.
La película es una sinfonía en permanente movimiento, una road movie alucinante, una huida hacia adelante en la que los más variopintos personajes se enlazan en batallas interminables sobre ruedas. Entre las líneas de tanta acción pura y dura se lee un mundo enfermo, deforme, donde los ejércitos se inmolan en el altar de déspotas investidos de un aura espiritual.
El diseño de producción (vestuario, maquillaje, pertenencias tribales) es protagonista, al igual que los monstruos sobre ruedas que cabalgan el desierto inacabable. Por allí anda Mad Max, caballero descastado que volvió, seguramente, para quedarse.
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