Por Guillermo Monti
14 Marzo 2015
Siempre Alice: todo el poder de una actriz descomunal
A Alice Howland, brillante lingüista, le diagnostican un raro caso de Alzheimer. Es una variante de la enfermedad que ataca a personas jóvenes y avanza a mayor velocidad que la habitual. Encerrada a la fuerza en su círculo familiar, Alice enfrenta el deterioro físico y mental con plena entereza, mientras construye un puente con su hija menor.
¿Qué habrá sentido Julianne Moore mientras leía el guión de “Siempre Alice”? ¿Se habrán disparado en ese momento los mecanismos internos que llevan a una actriz a apropiarse de un personaje a semejantes extremos? Papeles como el de Alice Howland suelen esconder trampas, tan seductores y desafiantes. Son casi invitaciones a la sobreactuación. Moore es lo suficientemente talentosa e inteligente como para no pisar el palito y por eso su Alice Howland jamás pierde el tono. Moore puede aterrorizarse ante la certeza de lo que viene, sufrir, construir pequeñas alegrías, aferrarse a la vida, diciendo todo con una perfecta economía de gestos y movimientos.
Hay películas sostenidas exclusivamente por una actuación y esta es una de ellas. El poder de “Siempre Alice”, su humanidad, toda la empatía que genera, se deben a su protagonista. La cámara está pendiente de Moore durante una hora y 40 minutos, la busca, la refleja en un televisor apagado, la encuentra dormida o presa del insomnio. Captura su discurso, su mirada enfocada o ausente, sus esfuerzos por ser la persona que va diluyéndose. Es una lingüista a la que se le escapan las palabras, vaya pesadilla, así que las anota, las tipea, las subraya, en el marco de una carrera perdida de antemano.
“Siempre Alice” es una película pequeña, casi ascética, en la puesta en escena. Todo ocurre en la intimidad familiar, donde los secundarios (Baldwin, Stewart, Bosworth) quedan borroneados frente a la poderosa interpelación que implica enfrentar a Moore. Forjada en la fragua de Todd Haynes y Paul Thomas Anderson, Moore sabe treparse al mástil de un personaje y derramar desde allí su convicción. Imposible sustraerse a lo que genera.
Wash Westmoreland, todo un experto en temáticas de género (vale la pena su documental sobre los gays republicanos) escribió y dirigió “Siempre Alice” a cuatro manos con su marido, Richard Glatzer. El martes pasado Glatzer murió, víctima de la esclerosis lateral amiotrófica. Su canto del cisne es una película emocionante, a la altura de Alice Howland y su drama.
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