Por Roberto Delgado
12 Diciembre 2014
La tragedia que se desencadenó sobre el dramaturgo Rafael Nofal encaja exactamente en el centro de la inseguridad: un intruso entra a la casa en medio de la noche. El miedo genera una tragedia: la muerte del extraño. Eso potencia otros miedos: la cárcel, la reacción salvaje de los parientes y amigos del intruso fallecido. Reacción desorbitada y fuera de toda comprensión: hacen un escrache, atacan con piedras la casa y queman una habitación. Tras la cárcel, que pasará, queda el miedo a la convivencia en el barrio, el largo problema judicial y el latido de la conciencia.
Los amigos se han puesto en su piel: han remarcado que es un caso claro de defensa propia, han puesto énfasis en los datos que dio la misma Policía acerca del intruso (que tenía antecedentes) y en la evidencia de que acababa de robar un lavarropas en una casa vecina. Los amigos de Nofal reclamaron, con sentido común, por la decisión del fiscal Arnoldo Suasnábar de detener al teatrista hasta que se determinen bien las circunstancias del hecho. Esto tendría que ver con una orden del ministro Fiscal de actuar duramente en los casos de justicia por mano propia -que hubo muchos este año-, pese a que esta tragedia de Villa Muñecas no parece encuadrar en una reacción por desconfianza a la policía y la justicia, sino en una fatídica combinación de miedo e impericia con un arma.
No se mencionan, sin embargo, las variables sociales que llevaron a esta conmoción, y que tienen que ver con el incremento sustancial de la violencia en la sociedad y a las tensiones que explotan por doquier constantemente. No sólo se expresa en el informe de la Corte Suprema de Justicia sobre homicidios (112 en 2013), que marca una suba de casi el 100 % con respecto al promedio considerado “normal” en Tucumán (60), sino que el índice de victimización que elabora el Laboratorio de investigaciones sobre crimen (Licip) de la Universidad Torcuato di Tella también ha crecido del 27% de 2008 al 44% de 2012 (según se señala en el libro “Investigaciones sobre economía de la delincuencia”, compilado por Ana María Cerro y Osvaldo Meloni). Lo cual ha sido reconocido por el mismo secretario de Seguridad, Paul Hofer: “tenemos una sociedad mucho más violenta”, dijo a propósito de la tragedia de Nofal. Pero la falta de un análisis oficial más profundo sobre la problemática dice mucho, tanto como la reacción de los funcionarios, hace tres semanas, cuando se difundió la tasa de homicidios: ellos consideran que los casos de riñas entre conocidos o los derivados de violencia de género son más problemas sociales que asuntos policiales.
Pero no se puede negar la relación entre el incremento de la violencia y el de homicidios. Lo dicen datos aislados, como el informe del hospital Padilla que señala que hay cada vez más casos de heridos con armas. El problema es que esta espiral va en aumento y las únicas cifras -como el informe de la Corte- no han sido asumidas ni estudiadas por los responsables de la seguridad, excepto con las reacciones emocionales como la justificación del gobernador de los casos de justicia por mano propia, o la tendencia a afianzar el modelo policial que siempre da las mismas respuestas. El 25 de noviembre el gobernador dijo que se está haciendo una fuerte inversión en seguridad: más hombres, más autos, más cámaras. Y eso no responde la pregunta sobre por qué hay más violencia.
En su libro, Cerro y Meloni analizan la incidencia entre delitos y violencia y nivel de ingreso, de educación y desempleo. El alcalde de Cali (Colombia), Rodrigo Guerrero, se especializó en epidemiología en la Universidad de Harvard para tratar la violencia como un problema de salud. Logró reducir el altísimo índice de homicidios usando “el método que nosotros los epidemiólogos usamos cuando nos enfrentamos a enfermedades de origen desconocido”, según dijo. En su caso, atacó más el alcohol y la tenencia de armas en manos de particulares que las drogas.
Esa fue la receta de Cali. En Tucumán no hay ni diagnóstico y la estadística, que debería ser una constante desde hace dos décadas, acaba de comenzar a hacerse y no se sabe si se seguirá recopilando. Acá estamos en las puertas del infierno: mientras la policía está asentada en las calles céntricas o en las comisarías, esperando denuncias, los barrios de la periferia (como Villa Muñecas) son zonas desprotegidas, peligrosas, donde la gente no puede salir sola a la calle. De prevención no se habla; la convivencia social se ha quebrado y en cualquier momento se puede ser víctima o, como en este doloroso caso, se puede ser arrastrado hacia la tragedia en una sociedad que, por miedo, se ha armado sin medir consecuencias. Y ya no es algo que ocurre allá, en el Lejano Oeste. Le puede pasar a cualquiera, sin que el Estado asuma de lo que está sucediendo.
Los amigos se han puesto en su piel: han remarcado que es un caso claro de defensa propia, han puesto énfasis en los datos que dio la misma Policía acerca del intruso (que tenía antecedentes) y en la evidencia de que acababa de robar un lavarropas en una casa vecina. Los amigos de Nofal reclamaron, con sentido común, por la decisión del fiscal Arnoldo Suasnábar de detener al teatrista hasta que se determinen bien las circunstancias del hecho. Esto tendría que ver con una orden del ministro Fiscal de actuar duramente en los casos de justicia por mano propia -que hubo muchos este año-, pese a que esta tragedia de Villa Muñecas no parece encuadrar en una reacción por desconfianza a la policía y la justicia, sino en una fatídica combinación de miedo e impericia con un arma.
No se mencionan, sin embargo, las variables sociales que llevaron a esta conmoción, y que tienen que ver con el incremento sustancial de la violencia en la sociedad y a las tensiones que explotan por doquier constantemente. No sólo se expresa en el informe de la Corte Suprema de Justicia sobre homicidios (112 en 2013), que marca una suba de casi el 100 % con respecto al promedio considerado “normal” en Tucumán (60), sino que el índice de victimización que elabora el Laboratorio de investigaciones sobre crimen (Licip) de la Universidad Torcuato di Tella también ha crecido del 27% de 2008 al 44% de 2012 (según se señala en el libro “Investigaciones sobre economía de la delincuencia”, compilado por Ana María Cerro y Osvaldo Meloni). Lo cual ha sido reconocido por el mismo secretario de Seguridad, Paul Hofer: “tenemos una sociedad mucho más violenta”, dijo a propósito de la tragedia de Nofal. Pero la falta de un análisis oficial más profundo sobre la problemática dice mucho, tanto como la reacción de los funcionarios, hace tres semanas, cuando se difundió la tasa de homicidios: ellos consideran que los casos de riñas entre conocidos o los derivados de violencia de género son más problemas sociales que asuntos policiales.
Pero no se puede negar la relación entre el incremento de la violencia y el de homicidios. Lo dicen datos aislados, como el informe del hospital Padilla que señala que hay cada vez más casos de heridos con armas. El problema es que esta espiral va en aumento y las únicas cifras -como el informe de la Corte- no han sido asumidas ni estudiadas por los responsables de la seguridad, excepto con las reacciones emocionales como la justificación del gobernador de los casos de justicia por mano propia, o la tendencia a afianzar el modelo policial que siempre da las mismas respuestas. El 25 de noviembre el gobernador dijo que se está haciendo una fuerte inversión en seguridad: más hombres, más autos, más cámaras. Y eso no responde la pregunta sobre por qué hay más violencia.
En su libro, Cerro y Meloni analizan la incidencia entre delitos y violencia y nivel de ingreso, de educación y desempleo. El alcalde de Cali (Colombia), Rodrigo Guerrero, se especializó en epidemiología en la Universidad de Harvard para tratar la violencia como un problema de salud. Logró reducir el altísimo índice de homicidios usando “el método que nosotros los epidemiólogos usamos cuando nos enfrentamos a enfermedades de origen desconocido”, según dijo. En su caso, atacó más el alcohol y la tenencia de armas en manos de particulares que las drogas.
Esa fue la receta de Cali. En Tucumán no hay ni diagnóstico y la estadística, que debería ser una constante desde hace dos décadas, acaba de comenzar a hacerse y no se sabe si se seguirá recopilando. Acá estamos en las puertas del infierno: mientras la policía está asentada en las calles céntricas o en las comisarías, esperando denuncias, los barrios de la periferia (como Villa Muñecas) son zonas desprotegidas, peligrosas, donde la gente no puede salir sola a la calle. De prevención no se habla; la convivencia social se ha quebrado y en cualquier momento se puede ser víctima o, como en este doloroso caso, se puede ser arrastrado hacia la tragedia en una sociedad que, por miedo, se ha armado sin medir consecuencias. Y ya no es algo que ocurre allá, en el Lejano Oeste. Le puede pasar a cualquiera, sin que el Estado asuma de lo que está sucediendo.
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