10 Agosto 2014
Si hablamos de educación en serio, no podemos escapar de la necesidad de hablar de valores, aspiraciones individuales y colectivas, y en última instancia de felicidad. No hay tecnología ni formato ni normativa alguna que pueda desligarnos de la necesidad de hablar de virtudes y de vocaciones, aun cuando querríamos mirar hacia otro lado. Si abrazamos la idea de educere, en la que cada individuo sujeto de aprendizajes encierra un potencial único y particular, que despierta y se expresa en plenitud solo a partir de un entorno determinado de estimulación y aprendizaje, pero que se marchita frente a malos consejos, abordajes pedagógicos inadecuados o culturas perniciosas, entonces debemos prestar especial atención a todos los elementos que rodean a los niños, niñas y jóvenes en la etapa de formación de su personalidad. Un aprendiz no es el resultado exclusivo de una formación escolar o universitaria, sino de una cultura más amplia de prácticas, símbolos y rutinas, que incluye la educación formal, pero que no se agota en ella.
En mis clases de estrategia siempre dedico una parte importante del curso a hablar de la cultura de una organización. Todas las organizaciones tienen su génesis. En algún momento, por diferentes motivos que no viene al caso mencionar, las organizaciones cobran vida. Y a medida que pasan los días, las transacciones y las experiencias, echa a rodar un proceso que, con el tiempo, se convierte en la cultura de trabajo de esa particular comunidad de personas, de esa organización. Esas prácticas generan historias, lenguajes, elevan a determinados personajes por sobre otros, para finalmente constituirse en un marco relativamente estable o rígido dentro del cual las cosas ocurren, los personajes cobran vida y las acciones se llenan de sentido.
Así como se forma la cultura de una organización, también se forma la cultura de una nación. Por supuesto que la complejidad de la segunda es mucho mayor, pues incluye guerras, próceres, conquistas, tragedias, epidemias, invenciones, además de tensiones políticas, religiosas, sociales y raciales. Y todo ocurre en un período de tiempo más extenso, aunque sobre un mismo territorio geográfico. Pero la resultante de ese proceso sigue siendo una cultura en particular, en donde ciertas prácticas están aceptadas, algunas alentadas y celebradas, y otras reprimidas o condenadas.
Si vamos a arremangarnos como sociedad para refundar las prácticas educativas de nuestro país, necesariamente debemos revisar algunos aspectos de nuestra cultura, que al día de hoy generan un serio obstáculo al progreso. No son aspectos inamovibles, pues nada en la cultura lo es, pero ignorarlos puede hacer estéril nuestro esfuerzo. En particular, me estoy refiriendo a los aspectos relativos al concepto general de la meritocracia. Las nuevas prácticas educativas deben operar dentro de un entramado cultural de prácticas meritocráticas reconocidas y apreciadas. En este sentido, debemos refundar nuestra cultura del trabajo.
En este esfuerzo de reinvención de parte de nuestra cultura de trabajo como sociedad, debemos revisar nuestra mirada sobre prácticas básicas como la planificación, la aspiración elevada acompañada de trabajo y paciencia, el esfuerzo sostenido en el tiempo, la capacidad de proyectar y perseguir un modelo de futuro. No debe ser lo mismo que las cosas simplemente ocurran, a que las cosas resulten como corolario de un proceso intencionado. Debemos reencontrarnos con la celebración de los logros no tanto por su valor intrínseco, sino por significar la coronación de un proceso rebosante de trabajo, esfuerzo, abnegación, dedicación y mérito. Darle vida a una cultura meritocrática es estar atento hacia las personas, actitudes, prácticas y resultados meritorios. Un abanderado debe volver a significar un abanderado, y lo mismo una nota sobresaliente. Es imprescindible abandonar la mirada hacia el logro como algo que nos amenaza o genera envidia, reemplazándola por una concepción más bien modeladora de nuestras conductas. Un científico reconocido deberá animarnos a hacer mejor ciencia, un escritor apreciado a desplegar mejores prosas y textos, y un buen docente a enamorarnos más aún del acto de servir al prójimo. Sin una sentida y practicada cultura meritocrática, difícilmente encontremos un conjunto de tecnologías, núcleos de aprendizajes o prácticas pedagógicas que saquen a la Argentina del derrotero educativo que tanto (decimos que nos) preocupa.
* Extracto del libro Yo Qué Sé (#YQS). La educación Argentina en la encrucijada
En mis clases de estrategia siempre dedico una parte importante del curso a hablar de la cultura de una organización. Todas las organizaciones tienen su génesis. En algún momento, por diferentes motivos que no viene al caso mencionar, las organizaciones cobran vida. Y a medida que pasan los días, las transacciones y las experiencias, echa a rodar un proceso que, con el tiempo, se convierte en la cultura de trabajo de esa particular comunidad de personas, de esa organización. Esas prácticas generan historias, lenguajes, elevan a determinados personajes por sobre otros, para finalmente constituirse en un marco relativamente estable o rígido dentro del cual las cosas ocurren, los personajes cobran vida y las acciones se llenan de sentido.
Así como se forma la cultura de una organización, también se forma la cultura de una nación. Por supuesto que la complejidad de la segunda es mucho mayor, pues incluye guerras, próceres, conquistas, tragedias, epidemias, invenciones, además de tensiones políticas, religiosas, sociales y raciales. Y todo ocurre en un período de tiempo más extenso, aunque sobre un mismo territorio geográfico. Pero la resultante de ese proceso sigue siendo una cultura en particular, en donde ciertas prácticas están aceptadas, algunas alentadas y celebradas, y otras reprimidas o condenadas.
Si vamos a arremangarnos como sociedad para refundar las prácticas educativas de nuestro país, necesariamente debemos revisar algunos aspectos de nuestra cultura, que al día de hoy generan un serio obstáculo al progreso. No son aspectos inamovibles, pues nada en la cultura lo es, pero ignorarlos puede hacer estéril nuestro esfuerzo. En particular, me estoy refiriendo a los aspectos relativos al concepto general de la meritocracia. Las nuevas prácticas educativas deben operar dentro de un entramado cultural de prácticas meritocráticas reconocidas y apreciadas. En este sentido, debemos refundar nuestra cultura del trabajo.
En este esfuerzo de reinvención de parte de nuestra cultura de trabajo como sociedad, debemos revisar nuestra mirada sobre prácticas básicas como la planificación, la aspiración elevada acompañada de trabajo y paciencia, el esfuerzo sostenido en el tiempo, la capacidad de proyectar y perseguir un modelo de futuro. No debe ser lo mismo que las cosas simplemente ocurran, a que las cosas resulten como corolario de un proceso intencionado. Debemos reencontrarnos con la celebración de los logros no tanto por su valor intrínseco, sino por significar la coronación de un proceso rebosante de trabajo, esfuerzo, abnegación, dedicación y mérito. Darle vida a una cultura meritocrática es estar atento hacia las personas, actitudes, prácticas y resultados meritorios. Un abanderado debe volver a significar un abanderado, y lo mismo una nota sobresaliente. Es imprescindible abandonar la mirada hacia el logro como algo que nos amenaza o genera envidia, reemplazándola por una concepción más bien modeladora de nuestras conductas. Un científico reconocido deberá animarnos a hacer mejor ciencia, un escritor apreciado a desplegar mejores prosas y textos, y un buen docente a enamorarnos más aún del acto de servir al prójimo. Sin una sentida y practicada cultura meritocrática, difícilmente encontremos un conjunto de tecnologías, núcleos de aprendizajes o prácticas pedagógicas que saquen a la Argentina del derrotero educativo que tanto (decimos que nos) preocupa.
* Extracto del libro Yo Qué Sé (#YQS). La educación Argentina en la encrucijada
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