Por David Correa
12 Febrero 2014
¿Se puede vivir en sociedad fuera del ciberespacio? No. Pensarlo es innecesario. Ya no es una alternativa debido a que gran parte de nuestras horas del día van y vienen entre los mundos online y offline, en un abrir y cerrar de ojos. Casi todo lo que hacemos está mediado por la tecnología, cuyo uso ya no es una elección.
Quizás, hacer las valijas y retirarnos a una escondida y paradisíaca quebrada en medio de los Valles Calchaquíes podría aislarnos pero, en todo caso, sería una opción individual y nada más que eso porque la tecnología e internet han establecido un nuevo patrón social y cultural de relaciones del que no podemos estar al margen. Es sencillamente imposible, porque en la última década aprehendimos a usar las herramientas que nos ofrece el ciberespacio para comunicarnos, conectarnos, producir y hasta para movilizarnos.
Nos convertimos en seres anfibios. Sentados en el colectivo o en el taxi rumbo al trabajo, sólo con un teléfono inteligente somos capaces de organizar nuestro día, revisar los vencimientos de los impuestos, leer las últimas noticias, poner un “me gusta” en alguna foto de un amigo en Facebook, retuitear algo que nos pareció importante en Twitter y saber qué les pasa a esa hora a quienes forman parte nuestro grupo de Whatsapp. Cuando nuestro viaje llega a su fin nos dirigimos al trabajo, previo paso por la panadería para disfrutar de unas medialunas que serán debidamente acompañadas por unos mates.
Vivimos en ambos espacios, el “real” y el virtual, sin contradicciones. Sin importar a qué generación pertenecemos, desarrollamos algo así como branquias que nos permiten salir y sumergirnos con naturalidad de la realidad y de la virtualidad. Nuestras vidas transcurren ahí y vano es preguntarse si está bien o está mal. Es lo que somos, en mayor o en menor medida. Simplemente anfibios.
Quizás, hacer las valijas y retirarnos a una escondida y paradisíaca quebrada en medio de los Valles Calchaquíes podría aislarnos pero, en todo caso, sería una opción individual y nada más que eso porque la tecnología e internet han establecido un nuevo patrón social y cultural de relaciones del que no podemos estar al margen. Es sencillamente imposible, porque en la última década aprehendimos a usar las herramientas que nos ofrece el ciberespacio para comunicarnos, conectarnos, producir y hasta para movilizarnos.
Nos convertimos en seres anfibios. Sentados en el colectivo o en el taxi rumbo al trabajo, sólo con un teléfono inteligente somos capaces de organizar nuestro día, revisar los vencimientos de los impuestos, leer las últimas noticias, poner un “me gusta” en alguna foto de un amigo en Facebook, retuitear algo que nos pareció importante en Twitter y saber qué les pasa a esa hora a quienes forman parte nuestro grupo de Whatsapp. Cuando nuestro viaje llega a su fin nos dirigimos al trabajo, previo paso por la panadería para disfrutar de unas medialunas que serán debidamente acompañadas por unos mates.
Vivimos en ambos espacios, el “real” y el virtual, sin contradicciones. Sin importar a qué generación pertenecemos, desarrollamos algo así como branquias que nos permiten salir y sumergirnos con naturalidad de la realidad y de la virtualidad. Nuestras vidas transcurren ahí y vano es preguntarse si está bien o está mal. Es lo que somos, en mayor o en menor medida. Simplemente anfibios.