Maquiavelo: 500 años después

Maquiavelo: 500 años después

¿Cuál es el más auténtico Maquiavelo? ¿Qué influencias tuvo? ¿En qué contexto vivió? Nació en 1469 y murió en 1527, tras confesarse con un tal fray Matteo. “Ningún elogio puede ser semejante a tanta celebridad”, puede leerse grabado en su tumba. En 1513, escribió El Príncipe, su obra más célebre.

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09 Febrero 2014

Por Marcelo Montserrat - Para LA GACETA - Buenos Aires

Siempre han existido almas piadosas prestas a denostar a Nicolás Maquiavelo y aún hoy persisten en su diatriba. Gustave Flaubert, en su Diccionario de los lugares comunes, notable apéndice póstumo de Bouvard et Pécuchet, escribe: “Maquiavelo, no haberlo leído, pero considerarlo un criminal” y “Maquiavelismo: palabra que sólo debe pronunciarse temblando”. La mala fama del florentino llegó, entre nosotros, a la letra de ese tango célebre que es Cambalache (1934), de Enrique Santos Discépolo: Que siempre ha habido chorros / maquiavelos y estafaos.

En primer lugar, preguntémonos por la época, ese tumultuoso siglo XVI que es descripto así por Niccolò, en el capítulo XXV de El príncipe: “En nuestra época han acreditado esta opinión los grandes cambios que se han visto y se ven todos los días, superiores a toda humana previsión”.

Escribe Ortega en su libro En torno a Galileo: “Mi idea es que el llamado Renacimiento representa una gran crisis histórica… Nos encontramos con dos formas de cambio vital histórico: 1) cuando cambia algo en nuestro mundo; 2) cuando cambia el mundo, como en el siglo XVI.

A comienzos de mayo de 1527 -Maquiavelo moriría el 22 de junio-, la ciudad de Roma, caput mundi para el orbe católico o la Gran Ramera de Babilonia para los exaltados luteranos, era saqueada cruelmente por los lansquenetes alemanes de las tropas del Condestable de Borbón, al servicio del emperador Carlos V, “sedientos de sangre, sexo y oro”, como afirma el historiador Robert Hughes.

Más de 1.000 defensores de la ciudad murieron y el mismo Papa Clemente VII debió abroquelarse con un puñado de guardias suizos, en el Castel Sant’Angelo. Habían llegado a su fin los tiempos en que Julio II, tan alabado por Maquiavelo, salía al frente de su ejército, sólo 20 años antes, para salvar el honor de la Iglesia.

Pero el cambio era más profundo y había comenzado en el despertar del siglo con la mordaz diatriba de Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la locura o Elogio de la estupidez, como algunos traducen hoy el título de la obra. En 1543, la trama de los cielos y la estructura íntima del cuerpo humano mutaron su paradigma. En ese año aparecieron De revolutionibus orbium coelestium libri sex, del cauteloso Nicolás Copérnico, quien recibió el primer ejemplar en su lecho de muerte; y De humani corporis fabrica libri septem, de Andrés Vesalio. Época maravillosa de Leonardo acogido por Francisco I, Paracelso evocado por Marguerite Yourcenar en Opus Nigrum y del genio deslumbrante de François Rabelais.

Yo mismo accedí a la obra del florentino por su flanco teatral. Siendo muy joven, con aquel talante tiernamente transgresor de mi generación -recuerdo que en su momento apoyaría la fórmula Matera-Sueldo- asistí a una espléndida representación de La Mandrágora, comedia inspirada en Plauto, en un teatro experimental porteño. Algunos ilustrados franceses objetaron la vulgaridad de la obra. ¡Pobres ingenuos que no podían prever que en los albores del siglo XXI ciertas amas de casa amenizarían sus ocios con Las cincuentas sombras de Grey o La Sociedad Juliette! Poco después, me deleité con Los maquiavelistas, de James Burnham, pulcramente editado por Emecé, libro que aún conservo casi 60 años después.

Por fin llegué a El Príncipe y a los Discorsi, sin obviar el Arte de la guerra, con su frustrado diseño de milicias ciudadanas, hito insoslayable entre Sun Tzu y Clausewitz. Frente a mis estudiantes fui forjando mi propio Maquiavelo. Quedé maravillado ante la lección humanista impartida en la carta a Francisco Vettori, escrita el 10 de diciembre de 1513 -hace casi 500 años- en el exilio de Sant’Andrea in Percussina, en la cual oscila entre Petrarca y Suetonio, íntima confesión de quien se definía como storico, comico e tragico. Reproduzco la carta en su centro sustancial:

“…y ahora os diré qué es de mi vida… Me levanto de madrugada, con el sol, y me voy a mi bosque, que estoy haciendo talar, donde dedico dos horas a revisar la labor del día anterior, y paso el tiempo con esos leñadores que siempre tienen entre manos alguna cuestión entre ellos o con los vecinos… Me traslado luego por el camino a la posada; converso con los que pasan, les pregunto por las cosas de sus pueblos, oigo muchas cosas y reparo en los gustos variados y en la variada fantasía de los hombres. Llega entre tanto la hora del almuerzo, en que con mi pequeña familia tomo los alimentos que esta mi pobre villa y mi escaso patrimonio me procuran. Cuando he comido, regreso a la posada: ahí están casi siempre, además del posadero, un carnicero, un molinero y dos horneros. Con ellos me engolfo todo el día jugando a los naipes y a los dados, lo que da lugar a 1.000 discusiones y a un sinnúmero de enojos con palabras ofensivas; y las más de las veces discutimos por un cuarto, y nuestros gritos se oyen desde San Casiano. Así metido en esas fruslerías, ventilo mi cerebro y me deshago de la maldad de mi suerte, contento de que así me maltrate y hasta con la esperanza de que se avergüence de sí misma… Cuando llega la noche, regreso a mi casa y entro en mi escritorio: en el umbral me quito las ropas de diario, llenas de fango y lodo, y me pongo prendas reales y curiales; y así, decorosamente vestido, entro en las antiguas mansiones de los hombres antiguos, donde, recibido con amabilidad, saboreo el alimento que es el sustento mío y para el cual nací; y allí no me avergüenzo de hablar con ellos, y los interrogo acerca de las causas de sus actos, y ellos humanamente me contestan; y durante cuatro horas no siento molestia alguna: despreocupado de todo afán, no temo la pobreza ni me asusta la muerte; me identifico con ellos. Y como Dante dice que el haber entendido no constituye ciencia si no se conserva el recuerdo de ello, he ido anotando lo que gracias a esa conversación pude acumular, y he compuesto un opúsculo De principatibus…”

No conocemos un testimonio directo que exprese más patética, delicadamente una sensibilidad histórica exquisita. Frustrado políticamente, volcado con pasión renacentista all’antico hasta el punto de lograr una profunda catarsis existencial, he ahí a Maquiavelo dialogando con el “otro histórico”, como reclama Marrou del historiador, para regresar al presente y otorgarnos El Príncipe, esa suprema lectura de la realidad política de su tiempo y de siempre.

Influencias

Siempre he pensado que Maquiavelo había meditado sobre la primera estrofa del Inferno, traducido entre nosotros por Bartolomé Mitre. Cuando Dante, autor también de un tratado sobre la monarquía, escribía esos versos, tenía 35 años y Maquiavelo los leía a los 44.

La segunda apelación personal del florentino siempre me pareció netamente expresada en el capítulo XXV de El Príncipe, que trata de la fortuna en las cosas humanas:

“… como nuestro libre arbitrio no se ha extinguido, creo que de la fortuna depende la mitad de nuestras acciones, pero que nos deja a nosotros dirigir la otra mitad, o casi”. “De igual suerte la fortuna demuestra su poder cuando no hay virtud ordenada que la resista”. “En mi sentir prospera todo el que procede conforme a la condición de los tiempos y se pierde el que hace lo contrario”. “Si se pudiera cambiar de naturaleza como cambian los tiempos y las cosas, no se variaría de fortuna”. “En conclusión: variando la fortuna, y empeñados los hombres en no cambiar de conducta, prosperan mientras los tiempos están de acuerdo con ésta, y, faltando dicha conformidad, se arruinan. Entiendo que es mejor ser atrevido que circunspecto… porque la fortuna como mujer, es siempre amiga de la juventud dado que los jóvenes son con ella menos considerados, más vehementes y más audaces”.

Afirmación esta última, entre los elogios a Julio II, de un machismo genuinamente epocal que Maquiavelo repite en su comedia Clizia y que se remonta al Decamerón de Boccaccio y quizá, aventuro, al recuerdo ancestral del rapto de las Sabinas. En síntesis, me parece que Niccolò nos brinda aquí una equilibrada antropología política tensa entre la virtù -la libido política- y los caprichos del azar -el álea incierta-, que debería ser fuerte de permanente meditación para el teórico y el político.

Llegado a este punto sobreviene inevitablemente la pregunta: ¿cuál es el más auténtico Maquiavelo? Si la palabra polisémico no se hubiera tornado un tanto kitsch, bien se podría aplicar al florentino y al abanico de sus actuales intérpretes ¿Es el teórico de la economía y de la distribución de la violencia, aquel que odia la centrifugación del poder y a sus agentes, los nobles y los condottieri, según Sheldon S. Wolin en su libro Política y perspectiva, en una situación que tendría un correlato análogo en el Japón anterior a la Renovación Meiji, con sus daimios y samurais? ¿Es el republicano crítico de Claude Lefort basado en los Discorsi, a mi juicio uno de los analistas más profundos del florentino? ¿O es el republicano acendrado de J. Pocock; o el padre del nacionalismo moderno que decía amar a su patria más que a su propia alma, analizado por Gerhard Ritter sobre la base del capítulo final de El Príncipe, leído en los sótanos de la Gestapo berlinesa: o el pensador que funda el bien en el mal, como afirma críticamente Pierre Manent, o bien el historiador a veces contradictorio que estudió nuestro José Luis Romero?

En 1514, cuando Maquiavelo pensaba ofrecer El Príncipe a Lorenzo de Médici, duque de Urbino, Alberto Durero concluía su célebre calcografía Melancolía I, mirada premonitoria -me parece- sobre la incipiente modernidad, con sus compases, su esfera y su inquietante poliedro, como si presintiera que los sueños de la razón engendran monstruos, al decir de Goya. Era la época en que el conquistador español Vargas Machuca podía decir: “A la espada y al compás, más y más y más y más”.

Quizá la sonrisa de Maquiavelo sobre la que gira la magnífica biografía de Maurizio Viroli, no sea la de un escéptico o la de un indiferente, sino la de un melancólico, es decir la de un creador consciente de sus límites y de las veleidades de la fortuna. Similar conclusión puede extraerse de la más reciente biografía, Maquiavelo, de Corrado Vivanti.

En la dedicatoria de El Príncipe, Maquiavelo –il Machia de sus jóvenes amigos de los Orti Oricellari- alude a su lunga esperienza delle cose moderne, pero al final de su vida, y Durero lo habría acompañado, recurrirá una vez más a su amado Petrarca: “arrepentirse y conocer claramente que cuanto gusta en el mundo es breve sueño”.

Ningún elogio

Niccolò murió el 21 de junio de 1527, tras confesarse con un tal fray Matteo. Recibió sepultura al día siguiente en la iglesia de Santa Croce, donde en 1787 Innocento Spinazzi erigió el monumento funerario. Sobre él puede leerse esta inscripción: Tanto nomini nullum per elogium, que traduzco flexiblemente con el auxilio de la profesora Carmen Tuchi –Tarditi: Ningún elogio puede ser semejante a tanta celebridad.

Il Machia está bien acompañado en su descanso final, él que había presenciado la ejecución pública, a horca y fuego, del dominico Girolamo Savonarola, en mayo de 1498. Casi a su lado se eleva el cenotafio de su admirado Dante y en la nave izquierda de la basílica reposan los restos del iracundo Galileo Galilei, mientras lateralmente el esplendor del Giotto ilumina los espíritus.

La primera vez que visité Florencia, hace ya muchos años, caminé desde Santa María dei Fiori, el domo más elegante de la cristiandad debido al genio de Brunelleschi, hasta la basílica de Santa Croce, donde dejé una rosa roja sobre la lápida de Niccolò. Al trasponer el atrio, vinieron a mi memoria las voces de Shakespeare: the seeds of Time; y de Leopardi: come è fatto il sapere. Ya en la plaza, me sentí transido por el insidioso polen de la primavera y me puse a admirar el armonioso andar de las florentinas, descendientes legítimas de las de Botticelli y las de Ghirlandaio. Fue entonces cuando sentí vehemente, más allá de toda melancolía, un imperioso deseo de vivir.

© LA GACETA

Marcelo Monserrat - Historiador, ensayista, catedrático, miembro de número de la Academia Nacional de la Historia.

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