Por Alejandro Duchini
Para LA GACETA - BUENOS AIRES
“La capacidad de Soriano para construir personajes a partir de lo que dicen creo que es una virtud literaria impresionante, que no siempre le ha sido reconocida del modo que se merecía. Sus personajes son sólidos, coherentes, vitales, verosímiles. Insisto, no es algo fácil de lograr. Y Soriano lo hace, exclusivamente, a partir de lo que dicen. El Gordo casi no los describía físicamente. Tampoco los ponía a hablar demasiado acerca de sí mismos. Y sin embargo, a partir de las frases comunes y corrientes de conversaciones coloquiales los pintaba de cuerpo entero”, evoca Eduardo Sacheri sobre Osvaldo Soriano. Su lugar, tan amplio en cuanto a la capacidad de temáticas y tan genial en su estilo de escritura, no pudo ser ocupado por nadie más. La figura del padre, el fútbol, los próceres argentinos hechos carne y hueso y alejados del bronce del colegio, los ídolos populares como Alberto Olmedo y los escritores que lo marcaron -George Simenon, Raymond Chandler y Graham Greene, entre otros- fueron protagonistas de sus mejores textos. Tanto en novelas como en artículos periodísticos memorables.
Uno de ellos describe a José María Gatica y se publicó en el diario El Cronista Comercial a fines de 1975 bajo el título “Un odio que conviene no olvidar”. Está dedicado a la memoria de Julio Cortázar. Es una crónica perfecta sobre uno de los boxeadores más populares de la historia argentina. Tan bien escrita que una vez que se comienza a leer es imposible abandonarlo hasta el final. Si no la encuentran en archivos, está en su libro Artistas, locos y criminales, una joya de periodismo y literatura. Allí también hay un relato sobre Laurel y Hardy: “El error de hacer reír”. Fue el punto de partida para su ya clásica novela Triste, solitario y final. “El caso Robledo Puch” es otro texto maravilloso. Fue publicado en La Opinión, en 1972, y reconstruye con detalles y lujo literario el recorrido asesino de uno de los criminales más recordados del país.
La otra gran recopilación periodística de Soriano es Rebeldes, soñadores y fugitivos. Sobre Gardel (y los argentinos) se lee en uno de esos textos que “nosotros nos degradamos en casa o morimos en el extranjero. Como San Martín, Rosas o Carlos Gardel. Cuando logramos sobrevivir a la desgracia o a la indiferencia, nos cuesta salir del asombro y nos preparamos para fracasar con estruendo. Nadie es del todo argentino sin un buen fracaso, sin una frustración plena, intensa, digna de una pena infinita”. Al respecto, fue el escritor español Arturo Pérez-Reverte quien, en una entrevista que le hice hace menos de un año, me dijo al referirse a Soriano: “No lo conocí en persona pero hablamos mucho por teléfono. Lo llamé después de haber leído A sus plantas rendido un león. Siempre se mostraba triste porque no le reconocían su peso en la literatura. ‘Bueno, vendo libros’, me decía. Y para entender a la Argentina moderna, hay que leer a Soriano. Hay otros que no me aportan nada, pero leo a Soriano y se entiende a la Argentina moderna”. En ese mismo libro hay descripciones sobre Cortázar, García Márquez, Maradona, una gran historia sobre la Coca Cola y un relato sobre el Míster Peregrino Fernández, uno de los personajes que utilizó para hablar de fútbol. Justamente, bajo el título Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos de fútbol aparecen muchos de sus textos sobre este deporte. Hay allí descripciones maravillosas de momentos, como sólo Soriano podía hacerlo. “El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros”, escribe, apelando a una melancólica fantasía.
El padre y el fútbol
A nivel personal, uno de los mejores trabajos de Soriano es su Cuentos de los años felices. Se divide en tres partes: su padre como personaje, hechos y protagonistas de la historia en general y el fútbol. Todos los relatos son maravillosos. Pero cuando habla de su papá llega a extremos insuperables. Es imposible no dejarse llevar por sus palabras para sentir que su padre es, en alguna medida, el mismo que podrían tener sus lectores. En “Petróleo” lo describe así: “Mi padre lleva unos pocos billetes chicos en el bolsillo. Justo para la pensión y la nafta de la vuelta. Nunca ganó un peso sin trabajar. No sé si está conforme con su vida. Igual, no puede hacerla de nuevo. Ha vivido frente a los palos, mirando venir una pelota que nunca aterriza. Intentó zafar de la marca, correrse, poner la cabeza, pero no supo usar los codos. Caminó siempre por los peldaños de una escalera acostada. Tarzán en monopatín, Batman esperando el colectivo, San Martín soñando con las chicas de Divito. Y sin embargo, cuando fuma en silencio, parece a punto de encontrar la solución. Como aquella noche en un sucio cuarto de alquiler donde saca la regla de cálculos y diseña un oleoducto inútil. Con jardines y caminos de los que ningún motociclista podría caerse. Pero de eso no queda nada: el dibujo se le extravió en otro porrazo y las torres ya son de otros más rápidos que él”. Ese texto lo marqué mientras lo leía, en los años 90. Nunca pude quitármelo de la cabeza. Es Soriano en estado puro.
También quiero destacar Piratas, fantasmas y dinosaurios. Allí desfilan textos perfectos sobre (otra vez) su padre; y acerca de Monzón, Fangio, Cortázar, Borges, su querido Arlt, Bioy Casares, Graham Greene, el oficio de escritor y la página en blanco. E historias. Muchas. Geniales. “Estoy tratando de decir, con imágenes y palabras de otros, que lo esencial de una vida brota en el momento en que nos enfrentamos a las formas más puras de la verdad. Amor, dolor, soledad. Ahí estamos solos, sin Dios, sin patria ni sustento. Un paso atrás, un movimiento en falso y todo está perdido”, escribe. Busquen este libro. Leánlo. Devórenlo.
Sus novelas, por otro lado, son tan increíbles que nunca terminan de leerse. Siempre dan ganas de releerlas. Cuando ando necesitado de una buena historia, suelo regresar a ellas. Las recomienzo para sentir que las leo por primera vez. Cuarteles de invierno, El ojo de la patria, la mencionada anteriormente Triste, solitario y final, Una sombra ya pronto serás, A sus plantas rendido un león, No habrá más penas ni olvido, y El negro de París, del género infanto-juvenil. Dejo para el final el que para mí fue uno de los mejores libros de Soriano: La hora sin sombra.
“Me da mucho orgullo, pero me parece un elogio excesivo para mí. Fontanarrosa y Soriano tienen una obra muy sólida y muy diversa, y no cuentan con la posibilidad de seguir escribiendo. Los que estamos vivos podemos aparecer en los medios, publicar cosas nuevas, ‘sostener’ nuestra imagen por esos mecanismos extra-literarios. En todo caso, si varios años después de mi muerte los lectores gustan de subirme a ese podio con Fontanarrosa y Soriano, ahí sí podría yo tener cierto merecimiento. Por ahora, insisto, creo que no me lo merezco”, me dice Sacheri cuando le comento que él, junto a ellos dos, conforman el trío de los grandes escritores argentinos que tuvieron en la literatura deportiva una referencia temática. Y cuando le pregunto cómo llegó al Gordo, contesta: “Las primeras cosas que leí de él no fueron sus cuentos futboleros, sino sus novelas. Arranqué por Triste, solitario y final, aunque confieso que no me deslumbró como sí hicieron otras de sus novelas. Y después, casi en seguidilla, leí No habrá más penas ni olvido, Una sombra ya pronto serás, y la que más me gusta de todas: Cuarteles de invierno”.
Amaba la historia argentina. La escribió como pocos. Manuel Belgrano y Mariano Moreno fueron algunos de sus personajes destacados. También amó a San Lorenzo. Sus anécdotas sufriendo el descenso del 81 desde su exilio en París son memorables. “San Lorenzo no volvió a Primera porque tenía un buen equipo ni porque jugaba el Negro Quinteros. Volvió porque la gente lo quiso así, porque cuando algo toca fondo, o uno saca todo lo que tiene adentro para salvarlo o se hunde definitivamente. A San Lorenzo lo levantó la gente”, opinó en 1983, en un reportaje a la Revista 10. Y en 1991 recordó: “A Cortázar no le gustaba el fútbol. Le gustaba el boxeo. No entendía de fútbol. Yo le había contado mi pena porque San Lorenzo se había ido al descenso. Le dije que estaba hecho mierda, que ese día lloré como si se hubiera muerto mi vieja. No me entendió”.
Se desvivía también por los gatos, que lo acompañaban para crear algunos de sus textos. “Los gatos para mí siempre han sido algo especial. O yo para ellos, qué sé yo. Siempre viví con gatos. Muy pocas veces en mi vida no los tuve”, le dijo al periodista Santos Biasatti en una entrevista de 1996. Y los cigarrillos y las computadoras. Y las mujeres. Las describía de manera formidable. “¿Cuál era el secreto de Brigitte Bardot? Saber caminar. Es así: su belleza es opinable; una gran belleza, pero opinable. A los hombres les gustaba esta o aquella. Pero cuando se paraba y caminaba, se paraba el mundo”, soltó en una charla pública.
Instaló también las carreteras como eje de las historias. Hasta entonces, las rutas eran sólo una fantasía norteamericana que se complementaba con moteles de mala muerte. Eso, él supo trasladarlo al estilo argentino. Sus personajes se mostraron en ellas. Recalaban en pueblos perdidos para intentar alguna jugada de gol perfecta y casi siempre quedaban en el camino. Pero nunca desaparecían sin dejar huella. En la misma línea, Soriano contó alguna vez que le gustaba manejar por el país. Y hacerlo de noche.
El periodista Rodolfo Braceli lo describió como pocos en un texto titulado “Cornisa de los fracasados”, escrito a manera de despedida, tras su muerte. “No conseguí despedirlo”, dijo, sin embargo. “Habla en voz alta porque bueno porque en fin porque siempre se habla en voz alta cuando se maneja solo en las soledades. El camino es pura carretera; sigue lloviendo; él va sin apuro. Felizmente no viene nadie en la dirección contraria. Pero eso lo aburre un poco. Entonces, se pone a silbar y le dice al gato que esta lluvia va para largo: llueve sosegadamente, llueve nomás. Nadie, pero nadie en dirección contraria. Qué raro”. El texto entero se encuentra en el libro Argentinos en la cornisa.
Era un lector voraz, desenfrenado, que se devoraba todo lo que caía en sus manos”, lo describió el dramaturgo Roberto Tito Cossa en un especial que la vieja revista La Maga dedicó a Soriano a poco de su fallecimiento.
De los más grandes
En su libro Vuelta de página, Jorge Lanata recordó a Soriano de la siguiente manera: “Vivía de noche, en su casa de la Boca, y en aquellos primeros años de Página tuve la suerte de pasarle algunos borradores y de escuchar los mejores consejos para cualquiera, aunque escriba la lista del almacén:
-Conviene usar los verbos en pasado. Hace que la acción sea más cierta, más contundente.
-No uses gerundios.
-Guarda con las metáforas. ¿Cuántas veces escribe Chandler ‘tal cosa es como… tal otra’? (Lo busqué: una o dos veces en cada novela, por esos sus metáforas son tan efectivas)”.
Había nacido en Mar del Plata el 6 de enero de 1943. Pero la ciudad que tal vez más lo marcó fue Tandil. Llegó a Buenos Aires a fines de los 60, después de una vida nómade por cuestiones laborales de su papá. Periodista, se convirtió en uno de los mejores escritores de nuestro país. Acá no puedo ser objetivo. Murió el 29 de enero del 97 de un cáncer de pulmón. Su muerte dejó, y no es una frase hecha, un espacio tan vacío como difícil de ocupar.
“¿Qué creés que perdimos tanto sus lectores como la literatura en general con su muerte?”, le pregunté a Sacheri una de estas tardes. Y me contestó: “Uno de los más grandes escritores argentinos del siglo XX. Ni más ni menos que eso, fue lo que nos perdimos. Y otra cosa: nos perdimos la chance de que, en vida del Gordo, fuera reconocido y homenajeado como se merecía, desde los círculos del establishment intelectual argentino. Reconocimiento que merecía, reconocimiento que más de uno le negó artera y concienzudamente”.
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Alejandro Duchini - Periodista.
Colaborador de Nueva y El Gráfico.