Por Carlos Páez de la Torre H
20 Febrero 2013
LA BATALLA DE SALTA. El general Manuel Belgrano al frente del ejército patriota al romper el fuego, la mañana del 20 de febrero de 1813. Reconstruye el momento este óleo de Aristene Papi. FOTOS ARCHIVO LA GACETA
La noche del viernes 19 de febrero, las fuerzas patriotas y realistas estaban frente a frente, separadas por unas quince cuadras: sus guerrillas intercambiaban disparos aislados, más algunos insultos, como narra Gregorio Aráoz de La Madrid. Todo bajo una persistente lluvia, que los soldados soportaban a cuerpo descubierto y en medio del barro. Al caer la noche se hizo un silencio sólo interrumpido por las voces de alerta de los centinelas. En la línea enemiga, brillaban fuegos que estuvieron encendidos hasta el amanecer.
Llegó así el sábado 20 de febrero de 1813. Como un buen presagio, cesó la lluvia y de a ratos salía el sol. Después de un rápido desayuno, la fuerza patriota inició su ofensiva. A pesar de los vómitos que lo sacudieron esa mañana, Manuel Belgrano pudo montar a caballo y ordenar el avance. Marchaba en la reserva, donde el abanderado portaba la enseña azul y blanca, destinada a recibir ese día el bautismo de fuego. Sonaban clarines y tambores.
A medio tiro de cañón, dice Bartolomé Mitre, "desplegaron gallardamente las columnas que ya podemos llamar argentinas. La reserva conservó su formación". Según Belgrano, "hicieron la evolución tan perfectamente y con tanta serenidad, como si estuviesen en un ejercicio doctrinal".
De inmediato los realistas abrieron fuego de artillería. Belgrano mandó a Manuel Dorrego avanzar sobre la izquierda realista con dos compañías de Cazadores y el apoyo de la caballería de Zelaya. El embate fue rechazado, y sólo el auxilio de los jinetes del ala derecha impidió que sus autores sucumbieran. El enemigo se arriesgó mucho en el rechazo, pero fue contenido por el regimiento de castas de Buenos Aires.
Fue durante ese movimiento que un disparo hizo impacto en el muslo de Eustoquio Díaz Vélez: sangraba mucho y Belgrano dispuso, a pesar de su furiosa protesta, que se retirase para atender la herida. Asimismo, La Madrid recibió, en la pierna, una bala salida de las filas patriotas.
Cargas y desbandes
Simultáneamente, el general mandó que una sección de la reserva, con Silvestre Álvarez a su frente, operase sobre la columna ligera realista que tiroteaba sobre su izquierda en diagonal, desde la falda del San Bernardo. Luego, al galope, se trasladó a la derecha, y ordenó a Dorrego cargar otra vez sobre la izquierda enemiga, cuidando de no interceptar el fuego de la artillería que debía apoyarlo. Junto con las milicias de Salta, Dorrego se lanzó en una violenta y exitosa arremetida: desbarató el ala izquierda realista y entró en la ciudad en su persecución.
Esa ala era la que mandaba el marqués de Yavi, quien huyó al galope con su gente. Para el historiador Bernardo Frías, es evidente que, con su desbandada, el marqués cumplía el compromiso de defección que había asumido en los conciliábulos secretos. Cita en su apoyo no sólo tradiciones de la familia Otero, sino al historiador realista Mariano Torrente, para quien tal suceso determinó la pérdida de la batalla.
Como la desaparición de la caballería del marqués dejó descubierto el flanco izquierdo, el jefe realista Pío Tristán lo hizo llenar con dos batallones de infantes sacados de la segunda línea de su centro. Pero esos infantes se desordenaron rápidamente, para replegarse en fuga rumbo a la ciudad. Según Mitre, temían que les apareciera por detrás -como ocurrió en Tucumán- la caballería patriota. Para Frías, sólo puede explicarse ese desbande porque sus oficiales integraban el grupo de comprometidos del marqués de Yavi.
A esa altura, el fuego se había generalizado. La línea argentina no detenía su avance vencedor. Y, para zozobra de los realistas, apareció en lo alto de las Lomas de Medeiros un grupo numeroso de paisanos a caballo. Era la compañía armada por Martina Silva de Gurruchaga y aumentada, dice Frías, por la apurada recluta de campesinos que otras patriotas salteñas, montadas a caballo, hicieron en puntos cercanos al campo de batalla.
Enconada resistencia
En esa instancia del combate, solamente el centro realista se sostenía, con tres batallones que disparaban metódicamente sus cañones. Pero debieron ceder al centro patriota que mandaban José Superí y Carlos Forest, y corrieron en fuga dejando muchos muertos, además de sus cañones y una bandera. Al escapar, varios cayeron a las aguas del Tagarete del Tineo y se ahogaron, pues no sabían nadar.
Entretanto, en las faldas del San Bernardo, el ala realista del naciente resistía con vigor a los patriotas, con los peruanos del regimiento Paucartambo y los peninsulares del Real de Lima. Ubicados a mayor altura, y con la torrentosa Zanja Blanca del cerro a su frente, bordeada por algarrobos, esa posición les daba mayor ventaja para disparar sobre los patriotas, si bien el zanjón los cortaba del resto del ejército.
Al ver que avanzaban 200 tiradores del Real de Lima sobre el ala patriota de ese punto, corrió Belgrano en su auxilio, con la reserva y dos cañones. Se sucedió un largo tramo de feroz y encarnizado fuego, con muchas bajas. Los realistas, lejos de ceder, descendían ganando posiciones.
De pronto, al advertir que el centro de las tropas del Rey se disolvía, empezaron a vacilar. En ese momento Juan Antonio Álvarez de Arenales, aunque no tenía mando en el ejército, se puso a la cabeza de un grupo de "Decididos" y se lanzó a la carga sobre el Real de Lima y el Paucartambo, logrando finalmente dispersarlos en fuga por las faldas del cerro. Esto significaba que, de una punta a la otra, las fuerzas realistas habían abandonado el campo de batalla. Ahora, la encarnizada lucha se había trasladado a la ciudad.
En las calles
Por las calles, Dorrego, Forest, Superí, Francisco Pico y Cornelio Zelaya, apoyados por las dos piezas de artillería que había arrastrado hasta allí el teniente Juan Pedro Luna, avanzaron hasta una cuadra y media de la plaza, que estaba fortificada con empalizadas. Tomaron el antiguo templo de La Merced, en la actual esquina de Veinte de Febrero y Caseros, dos cuadras al oeste de la plaza. Desde el campanario agitaron un poncho de Superí, cuyo color en algo se parecía a la bandera celeste y blanca, para indicar su posición a Belgrano.
En medio del caos, Tristán -a quien no faltaba valor- trataba inútilmente de reunir sus soldados, que corrían por las calles, y apostarlos en las empalizadas. Pero la mayor parte se había refugiado en la Matriz, que funcionaba entonces en el que fue templo de los Jesuitas, frente a la plaza, sobre la hoy calle Mitre. Cuando el mismo Tristán, según Frías -o su ayudante, según Paz- ingresó al templo espada en mano, advirtió que no podía contar con ese grupo que se amontonaba, aterrorizado y tembloroso. No sirvió de nada que una porteña realista, Pascuala Balbastro, subiera indignada al púlpito para tratarlos de cobardes e incitarlos a luchar.
Tristán se rinde
Tristán se convenció, entonces, de que no le quedaba otro comino que la rendición. Envió al coronel Felipe de la Hera a entrevistarse con Belgrano. Lo llevaron ante el general con los ojos tapados y "embarrado hasta el pescuezo", dice Paz. Lo hicieron desmontar y le quitaron la venda, de espaldas a la tropa. Empezó a decir a Belgrano, en voz baja, algo que nadie pudo escuchar. Lo que se escuchó fue la respuesta. "Diga usted a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana; que estoy pronto a otorgar una honrosa capitulación; que haga cesar inmediatamente el fuego en todos los puntos que ocupan sus tropas, como yo voy a mandar en todos los que ocupan las mías", expresó Belgrano.
Al poco rato, se acalló el estampido de cañones y de fusiles. La acción había durado tres horas y media.
Esa noche se firmó la capitulación, y al día siguiente la fuerza realista completa que quedaba en pie (2.776 soldados y oficiales) entregó sus fusiles, cañones, banderas y bagajes. El noble Belgrano no aceptó la espada de Tristán, y le dio un abrazo para evitarle la humillación. Los realistas tuvieron 481 muertos y 114 heridos, y los patriotas 103 muertos, 433 heridos y 42 contusos. En el parte, Belgrano diría: "no tengo expresión bastante para elogiar a los jefes, oficiales, soldados, tambores y milicia que nos acompañó de Tucumán, al mando de su coronel don Bernabé Aráoz".
Librada hace hoy dos siglos, la gloriosa acción de Salta fue, como recuerdan los historiadores Carlos Floria y César García Belsunce, "la primera y única rendición de un cuerpo de ejército enemigo en batalla campal, que registra la Guerra de la Independencia".
Llegó así el sábado 20 de febrero de 1813. Como un buen presagio, cesó la lluvia y de a ratos salía el sol. Después de un rápido desayuno, la fuerza patriota inició su ofensiva. A pesar de los vómitos que lo sacudieron esa mañana, Manuel Belgrano pudo montar a caballo y ordenar el avance. Marchaba en la reserva, donde el abanderado portaba la enseña azul y blanca, destinada a recibir ese día el bautismo de fuego. Sonaban clarines y tambores.
A medio tiro de cañón, dice Bartolomé Mitre, "desplegaron gallardamente las columnas que ya podemos llamar argentinas. La reserva conservó su formación". Según Belgrano, "hicieron la evolución tan perfectamente y con tanta serenidad, como si estuviesen en un ejercicio doctrinal".
De inmediato los realistas abrieron fuego de artillería. Belgrano mandó a Manuel Dorrego avanzar sobre la izquierda realista con dos compañías de Cazadores y el apoyo de la caballería de Zelaya. El embate fue rechazado, y sólo el auxilio de los jinetes del ala derecha impidió que sus autores sucumbieran. El enemigo se arriesgó mucho en el rechazo, pero fue contenido por el regimiento de castas de Buenos Aires.
Fue durante ese movimiento que un disparo hizo impacto en el muslo de Eustoquio Díaz Vélez: sangraba mucho y Belgrano dispuso, a pesar de su furiosa protesta, que se retirase para atender la herida. Asimismo, La Madrid recibió, en la pierna, una bala salida de las filas patriotas.
Cargas y desbandes
Simultáneamente, el general mandó que una sección de la reserva, con Silvestre Álvarez a su frente, operase sobre la columna ligera realista que tiroteaba sobre su izquierda en diagonal, desde la falda del San Bernardo. Luego, al galope, se trasladó a la derecha, y ordenó a Dorrego cargar otra vez sobre la izquierda enemiga, cuidando de no interceptar el fuego de la artillería que debía apoyarlo. Junto con las milicias de Salta, Dorrego se lanzó en una violenta y exitosa arremetida: desbarató el ala izquierda realista y entró en la ciudad en su persecución.
Esa ala era la que mandaba el marqués de Yavi, quien huyó al galope con su gente. Para el historiador Bernardo Frías, es evidente que, con su desbandada, el marqués cumplía el compromiso de defección que había asumido en los conciliábulos secretos. Cita en su apoyo no sólo tradiciones de la familia Otero, sino al historiador realista Mariano Torrente, para quien tal suceso determinó la pérdida de la batalla.
Como la desaparición de la caballería del marqués dejó descubierto el flanco izquierdo, el jefe realista Pío Tristán lo hizo llenar con dos batallones de infantes sacados de la segunda línea de su centro. Pero esos infantes se desordenaron rápidamente, para replegarse en fuga rumbo a la ciudad. Según Mitre, temían que les apareciera por detrás -como ocurrió en Tucumán- la caballería patriota. Para Frías, sólo puede explicarse ese desbande porque sus oficiales integraban el grupo de comprometidos del marqués de Yavi.
A esa altura, el fuego se había generalizado. La línea argentina no detenía su avance vencedor. Y, para zozobra de los realistas, apareció en lo alto de las Lomas de Medeiros un grupo numeroso de paisanos a caballo. Era la compañía armada por Martina Silva de Gurruchaga y aumentada, dice Frías, por la apurada recluta de campesinos que otras patriotas salteñas, montadas a caballo, hicieron en puntos cercanos al campo de batalla.
Enconada resistencia
En esa instancia del combate, solamente el centro realista se sostenía, con tres batallones que disparaban metódicamente sus cañones. Pero debieron ceder al centro patriota que mandaban José Superí y Carlos Forest, y corrieron en fuga dejando muchos muertos, además de sus cañones y una bandera. Al escapar, varios cayeron a las aguas del Tagarete del Tineo y se ahogaron, pues no sabían nadar.
Entretanto, en las faldas del San Bernardo, el ala realista del naciente resistía con vigor a los patriotas, con los peruanos del regimiento Paucartambo y los peninsulares del Real de Lima. Ubicados a mayor altura, y con la torrentosa Zanja Blanca del cerro a su frente, bordeada por algarrobos, esa posición les daba mayor ventaja para disparar sobre los patriotas, si bien el zanjón los cortaba del resto del ejército.
Al ver que avanzaban 200 tiradores del Real de Lima sobre el ala patriota de ese punto, corrió Belgrano en su auxilio, con la reserva y dos cañones. Se sucedió un largo tramo de feroz y encarnizado fuego, con muchas bajas. Los realistas, lejos de ceder, descendían ganando posiciones.
De pronto, al advertir que el centro de las tropas del Rey se disolvía, empezaron a vacilar. En ese momento Juan Antonio Álvarez de Arenales, aunque no tenía mando en el ejército, se puso a la cabeza de un grupo de "Decididos" y se lanzó a la carga sobre el Real de Lima y el Paucartambo, logrando finalmente dispersarlos en fuga por las faldas del cerro. Esto significaba que, de una punta a la otra, las fuerzas realistas habían abandonado el campo de batalla. Ahora, la encarnizada lucha se había trasladado a la ciudad.
En las calles
Por las calles, Dorrego, Forest, Superí, Francisco Pico y Cornelio Zelaya, apoyados por las dos piezas de artillería que había arrastrado hasta allí el teniente Juan Pedro Luna, avanzaron hasta una cuadra y media de la plaza, que estaba fortificada con empalizadas. Tomaron el antiguo templo de La Merced, en la actual esquina de Veinte de Febrero y Caseros, dos cuadras al oeste de la plaza. Desde el campanario agitaron un poncho de Superí, cuyo color en algo se parecía a la bandera celeste y blanca, para indicar su posición a Belgrano.
En medio del caos, Tristán -a quien no faltaba valor- trataba inútilmente de reunir sus soldados, que corrían por las calles, y apostarlos en las empalizadas. Pero la mayor parte se había refugiado en la Matriz, que funcionaba entonces en el que fue templo de los Jesuitas, frente a la plaza, sobre la hoy calle Mitre. Cuando el mismo Tristán, según Frías -o su ayudante, según Paz- ingresó al templo espada en mano, advirtió que no podía contar con ese grupo que se amontonaba, aterrorizado y tembloroso. No sirvió de nada que una porteña realista, Pascuala Balbastro, subiera indignada al púlpito para tratarlos de cobardes e incitarlos a luchar.
Tristán se rinde
Tristán se convenció, entonces, de que no le quedaba otro comino que la rendición. Envió al coronel Felipe de la Hera a entrevistarse con Belgrano. Lo llevaron ante el general con los ojos tapados y "embarrado hasta el pescuezo", dice Paz. Lo hicieron desmontar y le quitaron la venda, de espaldas a la tropa. Empezó a decir a Belgrano, en voz baja, algo que nadie pudo escuchar. Lo que se escuchó fue la respuesta. "Diga usted a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana; que estoy pronto a otorgar una honrosa capitulación; que haga cesar inmediatamente el fuego en todos los puntos que ocupan sus tropas, como yo voy a mandar en todos los que ocupan las mías", expresó Belgrano.
Al poco rato, se acalló el estampido de cañones y de fusiles. La acción había durado tres horas y media.
Esa noche se firmó la capitulación, y al día siguiente la fuerza realista completa que quedaba en pie (2.776 soldados y oficiales) entregó sus fusiles, cañones, banderas y bagajes. El noble Belgrano no aceptó la espada de Tristán, y le dio un abrazo para evitarle la humillación. Los realistas tuvieron 481 muertos y 114 heridos, y los patriotas 103 muertos, 433 heridos y 42 contusos. En el parte, Belgrano diría: "no tengo expresión bastante para elogiar a los jefes, oficiales, soldados, tambores y milicia que nos acompañó de Tucumán, al mando de su coronel don Bernabé Aráoz".
Librada hace hoy dos siglos, la gloriosa acción de Salta fue, como recuerdan los historiadores Carlos Floria y César García Belsunce, "la primera y única rendición de un cuerpo de ejército enemigo en batalla campal, que registra la Guerra de la Independencia".