Un mundo de coincidencias
Queremos ser merecedores de algo extraordinario y único, pero en realidad, vistos desde el cálculo de probabilidades, las coincidencias que alguna vez nos ocurrieron o nos ocurrirán son eventos comunes y ordinarios. Nuestra valoración de las coincidencias resulta de una visión selectiva de los hechos, de una construcción mental de regularidades.
Por Alberto Rojo - Para LA GACETA - Tucumán
En su poema Convergencia de los mellizos, Thomas Hardy equipara el choque entre el Titanic y el iceberg con una cita entre dos colosos: mientras se estaba construyendo el barco, "a una distancia oscura y silenciosa", dice Hardy, "también crecía el iceberg". La misma idea está en Deutsches Requiem, de Borges: "todo encuentro casual es una cita".
Sin embargo, mientras una cita requiere una voluntad previa y la concertación de un encuentro, una coincidencia no es el efecto de una causa. O, en todo caso, es el resultado del cruce de infinitas redes causales y, para los efectos prácticos, es completamente azarosa.
Lanzo una moneda. Si supiera el ángulo preciso con el que sale de mi mano, su velocidad exacta, las irregularidades de la superficie de la mesa en la que caerá y la velocidad de cada molécula con la que chocará en su trayecto y si, además, tuviera una computadora poderosísima, entonces sabría predecir si caerá cara. Pero la infinita operación incesante de ese millar de causas entreveradas es inaccesible, y el resultado es la simetría del azar: es igualmente probable que caiga cara o que caiga sello.
Ahora tiro, digamos, siete monedas. Es improbable que caigan siete caras seguidas. Eso es evidente para todos. Luego tiro cien monedas. La probabilidad de que salgan siete tiros iguales a partir de un tiro determinado (el 35, digamos) es muy baja, pero la probabilidad de que en algún lugar de la secuencia haya siete tiros iguales es mucho más alta (mayor al 50%). A menudo ignoramos la diferencia entre estas dos probabilidades, y atribuimos significados espurios a las coincidencias cuando, en realidad, no son sino consecuencias inevitables del azar.
Mi amiga Fortunata me llama por teléfono y me dice: "Esta mañana me encontré con un compañero del colegio que no veía hace años. Después, a la noche, cuando fui a cenar, volví a encontrármelo en el restaurante. Eso es increíble. Explicate eso." La respuesta es sencilla. Es improbable tener dos encuentros casuales con la misma persona el mismo día. Pero, como con el experimento de las monedas, no es lo mismo decir que el encuentro ocurra hoy a que ocurra alguna vez: en este caso el evento es mucho más probable.
Sucesos que, en forma aislada, son de baja probabilidad, tienen alta probabilidad de ocurrir en una secuencia larga. Ganar la lotería es muy improbable, y "sin embargo" hay casos documentados de gente que ganó dos y hasta tres veces a lo largo de su vida. Lo que para el doble ganador de la lotería es el destino, o la racha para el jugador que emboca ocho tiros libres seguidos, o el misterio de un sueño premonitorio que se cumple (entre tantos que no se cumplieron e ignoramos), son sólo circunstancias fortuitas en un mar de variaciones, de cuyo oleaje aleatorio cada tanto emerge, de pura casualidad, una perfecta magnolia de espuma.
Eventos comunes
Estos equívocos abundan en la literatura. Tomemos por ejemplo El cuaderno rojo, de Paul Auster, un libro de historias verdaderas, divertido y muy bien escrito, pero que comunica una idea errónea de las coincidencias. En un capítulo cuenta que las cuatro veces que pinchó una rueda estaba con la misma persona en el auto. Lo razonable aquí es analizar la factibilidad estadística de estos eventos antes de atribuirles, o imponerles, algún significado místico. Auster opta por lo segundo y dice: "hasta hoy no puedo convencerme de que esos neumáticos pinchados no signifiquen algo". En otro episodio, Auster pierde una moneda de diez centavos en Brooklyn y, más tarde, el mismo día, encuentra una moneda de diez centavos. Y dice: "por absurdo que pueda parecer, tuve la certeza que eran los mismos diez centavos". La frase suena más a una expresión de deseo que a la certeza ante un hecho real. Si preguntamos a amigos o repasamos nuestra vida, es muy probable que encontremos eventos coincidentes que a primera vista nos sorprenden. Queremos ser merecedores de algo extraordinario y único, pero en realidad, vistos desde el cálculo de probabilidades, las coincidencias que alguna vez nos ocurrieron o nos ocurrirán son eventos comunes y ordinarios.
Nuestra valoración de las coincidencias resulta de una visión selectiva de los hechos, de una construcción mental de regularidades: vemos dragones en las nubes, conejos en la Luna, mujeres en la borra del café. Y como esos seres no aparecen sólo por azar, invertimos el razonamiento y pensamos que lo azaroso carece de formas y no admite patrones parciales. Al azar no le gusta la uniformidad. Basta ver el cielo. Las estrellas están al azar, pero forman cúmulos, grupos concentrados en algunas partes y huecos grandes en otras. No es uniforme como los cielos artificiales de algunos cuadros. Esos patrones parciales, los cúmulos estelares, son una encarnación más de las coincidencias.
El análisis cuidadoso de las probabilidades revela que las coincidencias son inesquivables, que su acaecer no tiene nada de raro, y que lo único sorprendente sería que nunca sucedieran.
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