18 Marzo 2012
Cuando sobran las palabras
George Valentin es una estrella del cine mudo. Accidentalmente conoce a una joven que está tratando de abrirse paso como actriz. La industria evoluciona y sobreviene la llegada del sonido; la nueva tecnología determinará el ocaso de la carrera de Valentin, mientras que la joven se convierte en estrella.
Ver "El artista" es un placer desde el principio hasta el final. La película de Michel Hazanavicius divierte, entretiene y emociona; y lo hace con recursos sutiles y originales. La historia no es nueva: una carrera artística se eclipsa mientras otra florece, en el marco de la revolución que provoca en la industria cinematográfica la irrupción del sonido. La originalidad está en el tratamiento del tema y en la audacia de haber planteado la realización en blanco y negro y sin diálogos hablados (salvo en el conmovedor cierre del filme). Desde ya que la renuncia al color tiene una base conceptual fácilmente perceptible en la idea de aproximar al máximo la estética del filme a la de aquellas películas de los comienzos del cine comercial; pero no es el único motivo. El director maneja el blanco y negro en consonancia con el tono de la narración y es así que hay momentos en los que la imagen se oscurece dramáticamente y otros en los que el contraste casi anula los grises para darle a la imagen un brillo acorde con el momento del relato. El aspecto visual es uno de los puntos altos de la realización (entre muchos otros): la imagen, la iluminación, el encuadre, la puesta en cámara y la ambientación (vestuarios, maquillajes, peinados) son sobresalientes.
Párrafo aparte merece el tratamiento de la banda sonora, todo un tema por tratarse de una película muda: la música que acompaña (y subraya) las escenas mudas resulta sumamente apropiada, siempre dentro de los cánones impuestos por el cine de los años 20. La intensidad emocional de la partitura se adecua maravillosamente a la trama que se va desarrollando; pero los hallazgos están además en la introducción de sonidos incidentales en momentos estratégicos de la narración. Y, como ocurre con la buena música, los silencios absolutos dispuestos por el director resultan tan oportunos y eficaces como los momentos en los que la orquesta suena a pleno para respaldar la acción que se desarrolla en la pantalla.
Las actuaciones están a tono con el nivel superlativo del filme: Dujardin da exactamente el tipo del galán despreocupado, seguro y pagado de sí mismo que pasa de la cima de la popularidad al olvido en un suspiro; Bejo aporta toda la frescura y la simpatía que necesita Peppy Miller, la aspirante a estrella que concreta su sueño de alcanzar la fama (y baila muy bien); los veteranos Goodman y Cromwell apoyan desde sus papeles secundarios, y todos sintonizan armónicamente con el clima general de la película. Hasta Uggie, el perro, está fenomenal.
La película asume deliberadamente un tono melancólico y ni el desarrollo ni el desenlace están pensados para sorprender a nadie. Pero en la factura técnica y en la propuesta artística están los valores que distinguen a esta película entre tanta producción multimillonaria, decorada con efectos especiales.
Hace más de tres décadas, Raúl Serrano (gran maestro de actores) dijo en un seminario que dictó en Tucumán: "tanto Picasso como mi sobrinita de cinco años dibujan una paloma con pocos trazos; pero lo que en mi sobrinita es impotencia técnica, en Picasso es voluntad expresiva". La explicación de Serrano es aplicable a este filme: Hazanavicius renuncia al diálogo hablado y al color porque entiende que de esa manera va a expresar mejor lo que quiere contarle al público y va a potenciar su homenaje a los comienzos del cine. Y vaya que lo logra.
Párrafo aparte merece el tratamiento de la banda sonora, todo un tema por tratarse de una película muda: la música que acompaña (y subraya) las escenas mudas resulta sumamente apropiada, siempre dentro de los cánones impuestos por el cine de los años 20. La intensidad emocional de la partitura se adecua maravillosamente a la trama que se va desarrollando; pero los hallazgos están además en la introducción de sonidos incidentales en momentos estratégicos de la narración. Y, como ocurre con la buena música, los silencios absolutos dispuestos por el director resultan tan oportunos y eficaces como los momentos en los que la orquesta suena a pleno para respaldar la acción que se desarrolla en la pantalla.
Las actuaciones están a tono con el nivel superlativo del filme: Dujardin da exactamente el tipo del galán despreocupado, seguro y pagado de sí mismo que pasa de la cima de la popularidad al olvido en un suspiro; Bejo aporta toda la frescura y la simpatía que necesita Peppy Miller, la aspirante a estrella que concreta su sueño de alcanzar la fama (y baila muy bien); los veteranos Goodman y Cromwell apoyan desde sus papeles secundarios, y todos sintonizan armónicamente con el clima general de la película. Hasta Uggie, el perro, está fenomenal.
La película asume deliberadamente un tono melancólico y ni el desarrollo ni el desenlace están pensados para sorprender a nadie. Pero en la factura técnica y en la propuesta artística están los valores que distinguen a esta película entre tanta producción multimillonaria, decorada con efectos especiales.
Hace más de tres décadas, Raúl Serrano (gran maestro de actores) dijo en un seminario que dictó en Tucumán: "tanto Picasso como mi sobrinita de cinco años dibujan una paloma con pocos trazos; pero lo que en mi sobrinita es impotencia técnica, en Picasso es voluntad expresiva". La explicación de Serrano es aplicable a este filme: Hazanavicius renuncia al diálogo hablado y al color porque entiende que de esa manera va a expresar mejor lo que quiere contarle al público y va a potenciar su homenaje a los comienzos del cine. Y vaya que lo logra.
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