11 Marzo 2012
Los libros de autoayuda son escritos por personas que construyen una vía regia para sí mismas y aspiran a divulgar el hallazgo, o bien por personas que no los necesitan para sí pero se atribuyen la potestad de colegir cómo podrían ayudarse los demás. ¿Paradoja fundante? ¿Ejercicio de vanidad? ¿Contribución epistemológica? ¿Madera providencial en medio del naufragio? ¿Placebo naturalizado? ¿Superchería? Acaso un poco de todo, pero seríamos inexactos, injustos, rematadamente arbitrarios, si primero los satanizamos y luego tiramos los libros de autoayuda a la hoguera. Hay de todo en la viña del Señor.
Pero eso sí: los peores, los más tóxicos y los más sospechosos son los que prescriben recetas. Es decir, los que invitan a creer que una vida puede volverse maravillosa de un día para el otro con el sencillo trámite de ceñirse a un puñado de indicaciones. Son los libros que confunden la travesía humana (y su complejidad, y sus derivas, y lo delicado que se vuelve tramitar ciertas heridas) con las sabrosas tartas que cocina Narda Lepes en el canal Gourmet.
Simplicidad y optimismo
Esto no cancela, por cierto, que incluso esos textos puedan mitigar dolores o propiciar la piedra fundacional de una vida más agradable. Nunca se sabe cuándo una palabra toca la tecla indicada o aproxima a una verdad que urge descifrar o nombra lo que cabe ser nombrado en tiempo y forma. De esto, de la eficacia de la palabra, los psicoanalistas saben un rato largo, pero justamente ellos, los herederos de Sigmund Freud, son de los más afectados por los libros de autoayuda en general y por los dispositivos de autoayuda en particular. Tal vez, digámoslo, porque el psicoanálisis es una extraordinaria herramienta de conocimiento y, por qué no, de autoconocimiento (el analista establece un puente para que en todo caso el paciente se las arregle con sus propias voces, con su propia voz, con quién fue, quién es, quién quiere ser y quién está por ser), pero sufre de algunas características piantavotos: se mete con temas escabrosos, persevera en poner negro sobre blanco en cuánto del malestar se corresponde con escenas remotas (repetidas una y otra vez), declina facilitar hojas de ruta, sugiere tratamientos prolongados y aún en ese caso no garantiza la llave de la felicidad. La autoayuda, por el contrario, prescinde de tales antipatías, desde luego que también de la eventual eficacia de los psicofármacos, y se mueve a sus anchas en la frontera de la voluntad y el voluntarismo. No será casual, entonces, que en tiempos signados por la interpelación de verdades que se creían consagradas, de puertas abiertas a los nuevos modos que fecundan bienestar, y tan vertiginosos que "time is money" parece hoy una premisa zen, la simplicidad y el optimismo de la autoayuda se hayan instalado con inusitado vigor.
© LA GACETA
Walter Vargas - Periodista, escritor, psicólogo social.
Pero eso sí: los peores, los más tóxicos y los más sospechosos son los que prescriben recetas. Es decir, los que invitan a creer que una vida puede volverse maravillosa de un día para el otro con el sencillo trámite de ceñirse a un puñado de indicaciones. Son los libros que confunden la travesía humana (y su complejidad, y sus derivas, y lo delicado que se vuelve tramitar ciertas heridas) con las sabrosas tartas que cocina Narda Lepes en el canal Gourmet.
Simplicidad y optimismo
Esto no cancela, por cierto, que incluso esos textos puedan mitigar dolores o propiciar la piedra fundacional de una vida más agradable. Nunca se sabe cuándo una palabra toca la tecla indicada o aproxima a una verdad que urge descifrar o nombra lo que cabe ser nombrado en tiempo y forma. De esto, de la eficacia de la palabra, los psicoanalistas saben un rato largo, pero justamente ellos, los herederos de Sigmund Freud, son de los más afectados por los libros de autoayuda en general y por los dispositivos de autoayuda en particular. Tal vez, digámoslo, porque el psicoanálisis es una extraordinaria herramienta de conocimiento y, por qué no, de autoconocimiento (el analista establece un puente para que en todo caso el paciente se las arregle con sus propias voces, con su propia voz, con quién fue, quién es, quién quiere ser y quién está por ser), pero sufre de algunas características piantavotos: se mete con temas escabrosos, persevera en poner negro sobre blanco en cuánto del malestar se corresponde con escenas remotas (repetidas una y otra vez), declina facilitar hojas de ruta, sugiere tratamientos prolongados y aún en ese caso no garantiza la llave de la felicidad. La autoayuda, por el contrario, prescinde de tales antipatías, desde luego que también de la eventual eficacia de los psicofármacos, y se mueve a sus anchas en la frontera de la voluntad y el voluntarismo. No será casual, entonces, que en tiempos signados por la interpelación de verdades que se creían consagradas, de puertas abiertas a los nuevos modos que fecundan bienestar, y tan vertiginosos que "time is money" parece hoy una premisa zen, la simplicidad y el optimismo de la autoayuda se hayan instalado con inusitado vigor.
© LA GACETA
Walter Vargas - Periodista, escritor, psicólogo social.