14 Agosto 2011
- Tus novelas suelen caracterizarse por lo que podríamos denominar como una ruptura en lo discursivo. Prólogo anotado o Más liviano que el aire no tienen un tratamiento común en el desarrollo de la forma, la estructura de la novela. Y con Fernández mata a Fernández hay algo de eso: todos los personajes tienen el mismo apellido, está construida a través de los diálogos, pero sin guión de diálogo. ¿Es una búsqueda esa ruptura, o se te da naturalmente?
- Sospecho que pasan las dos cosas. Por un lado, la búsqueda de que las formas novelísticas digan algo de lo que prefiero no decir con palabras y, por el otro lado, una vez tomada la decisión, me parece imposible que ese texto pueda escribirse de otra manera. A Fernández mata a Fernández la empecé a escribir con un narrador en tercera persona, pero, cuando llevaba unas cuantas páginas, la necesidad de que no existiera un narrador me resultó imperiosa: un narrador implicaría un cierto orden y yo quería contar la anarquía.
- Si bien la novela tiene como epicentro un edificio de departamentos, el nivel de chismerío al que llegan los personajes recuerda la frase "pueblo chico, infierno grande". Como si un edificio de departamentos fuera un pueblo chico.
- Tengo experiencia de ambas cuestiones. Nací en un pueblo chico, Baradero, en la provincia de Buenos Aires, y vivo desde hace muchísimos años en edificios de departamentos en la Capital Federal. Creéme que no existen diferencias entre los unos y los otros.
- Hay un gran trabajo sobre la oralidad, en esto de que sea toda dialogada la novela.
- Sí, la oralidad es algo que me interesa especialmente. Se me ocurre que es uno de los sitios fundamentales para observar el estado de la cultura en cualquier sociedad. Entendiendo cultura en su sentido más amplio. Y, claro, como quería dar cuenta de esto en la novela, no podía sino hacerla completamente dialogada.
- Eso lleva a un desafío al lector: estar constantemente atento a qué personaje es el que tiene la voz en cada párrafo. ¿No te perdiste escribiéndolo, en algún momento?
- Creo en un lector activo. No hay obra si no hay un lector despierto, predispuesto a terminarla o a hacerla suya en el sentido más literal del término: darle una significación propia. Yo no me perdí. Sin embargo, en el caso de que algún lector se pierda en algún momento, me parece bien que, antes de volverse a encontrar, sienta, de esa manera, que todos somos Fernández.
- ¿Influyó en algo, a la hora de decidirte por el apellido de los protagonista, que el Gobierno nacional actual haya tenido, y tenga, tantos Fernández entre sus funcionarios?
- Sí, claro. Cuando empecé a escribirla, los protagonistas eran Martínez. Sin embargo, al cabo de algunas páginas se me impuso el apellido Fernández. Es más, hasta la tapa tiene que ver con ello: una mañana, mientras tomaba mate, escuché a Aníbal Fernández decir que Lilita Carrió no tenía los patitos en fila. Me reí mucho. Por un lado, hacía mucho tiempo que no escuchaba la expresión; por el otro, me resultó increíble que el ahora jefe de Gabinete no se diera cuenta que él, al momento de decirlo, era el más fiel ejemplo de que tampoco los tenía en fila. Por eso, la tapa. Sospecho que ninguno, ya, en este lado del mundo, tenemos los patitos en fila.
© LA GACETA
PERFIL
Federico Jeanmaire nació en 1957, en Baradero (provincia de Buenos Aires). Es autor de Miguel (finalista del Premio Herralde), Mitre (ganó el Premio Ricardo Rojas) y Vida interior (obtuvo el Premio Emecé), entre otros 17 libros. Con su penúltima novela, Más liviano que el aire, ganó el Premio Clarín 2009. Acaba de publicar Fernández mata a Fernández.
- Sospecho que pasan las dos cosas. Por un lado, la búsqueda de que las formas novelísticas digan algo de lo que prefiero no decir con palabras y, por el otro lado, una vez tomada la decisión, me parece imposible que ese texto pueda escribirse de otra manera. A Fernández mata a Fernández la empecé a escribir con un narrador en tercera persona, pero, cuando llevaba unas cuantas páginas, la necesidad de que no existiera un narrador me resultó imperiosa: un narrador implicaría un cierto orden y yo quería contar la anarquía.
- Si bien la novela tiene como epicentro un edificio de departamentos, el nivel de chismerío al que llegan los personajes recuerda la frase "pueblo chico, infierno grande". Como si un edificio de departamentos fuera un pueblo chico.
- Tengo experiencia de ambas cuestiones. Nací en un pueblo chico, Baradero, en la provincia de Buenos Aires, y vivo desde hace muchísimos años en edificios de departamentos en la Capital Federal. Creéme que no existen diferencias entre los unos y los otros.
- Hay un gran trabajo sobre la oralidad, en esto de que sea toda dialogada la novela.
- Sí, la oralidad es algo que me interesa especialmente. Se me ocurre que es uno de los sitios fundamentales para observar el estado de la cultura en cualquier sociedad. Entendiendo cultura en su sentido más amplio. Y, claro, como quería dar cuenta de esto en la novela, no podía sino hacerla completamente dialogada.
- Eso lleva a un desafío al lector: estar constantemente atento a qué personaje es el que tiene la voz en cada párrafo. ¿No te perdiste escribiéndolo, en algún momento?
- Creo en un lector activo. No hay obra si no hay un lector despierto, predispuesto a terminarla o a hacerla suya en el sentido más literal del término: darle una significación propia. Yo no me perdí. Sin embargo, en el caso de que algún lector se pierda en algún momento, me parece bien que, antes de volverse a encontrar, sienta, de esa manera, que todos somos Fernández.
- ¿Influyó en algo, a la hora de decidirte por el apellido de los protagonista, que el Gobierno nacional actual haya tenido, y tenga, tantos Fernández entre sus funcionarios?
- Sí, claro. Cuando empecé a escribirla, los protagonistas eran Martínez. Sin embargo, al cabo de algunas páginas se me impuso el apellido Fernández. Es más, hasta la tapa tiene que ver con ello: una mañana, mientras tomaba mate, escuché a Aníbal Fernández decir que Lilita Carrió no tenía los patitos en fila. Me reí mucho. Por un lado, hacía mucho tiempo que no escuchaba la expresión; por el otro, me resultó increíble que el ahora jefe de Gabinete no se diera cuenta que él, al momento de decirlo, era el más fiel ejemplo de que tampoco los tenía en fila. Por eso, la tapa. Sospecho que ninguno, ya, en este lado del mundo, tenemos los patitos en fila.
© LA GACETA
PERFIL
Federico Jeanmaire nació en 1957, en Baradero (provincia de Buenos Aires). Es autor de Miguel (finalista del Premio Herralde), Mitre (ganó el Premio Ricardo Rojas) y Vida interior (obtuvo el Premio Emecé), entre otros 17 libros. Con su penúltima novela, Más liviano que el aire, ganó el Premio Clarín 2009. Acaba de publicar Fernández mata a Fernández.
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