16 Enero 2011
HASTA SIEMPRE. La autora que embelesó a varias generaciones con sus poemas y sus canciones fue colaboradora fundacional de estas páginas.
María Elena Walsh fue una de las colaboradoras fundacionales de este suplemento. Publicó sus primeros poemas a principio de los 50. Había editado ya, con 17 años, Otoño imperdonable, su primer libro, con elogios de Pablo Neruda y de Juan Ramón Jiménez. Mandaba sus textos para estas columnas desde París, donde -junto a Leda Valladares- había conformado el dúo folclórico Leda y María. En ese entonces escribía sus primeros poemas para chicos. Sólo en 1960 aparecería su primer libro infantil, Tutú Marambá, anticipando la repercusión de El reino del revés, Juguemos en el mundo y Manuelita, ¿dónde vas?, entre muchas otras obras. Y canciones suyas como La reina Batata, El twist del Mono Liso o Zamba para Pepe, que están grabadas en la memoria de millones de argentinos.
En este número rescatamos una nota publicada en estas páginas en 1956. Es una mirada conmovedora y reveladora de ese mundo infantil que conoció como pocos. Un texto que muestra un enfoque original y melancólico que, quizás, explica el denodado esfuerzo de su autora por llevar alegría a ese universo al que alguna vez vio poblado de tristeza. Agregamos también un fragmento de Fantasmas en el parque, su último libro.
LA DIRECCION
La seriedad de los niños
Por María Elena Walsh
La primera y la última imagen que recuerdo de Europa es la seriedad de los niños. Una tristeza honda, acusadora, que nos golpea por las calles en largas miradas responsables de criaturas que parecen contener todo el sufrimiento.
Los niños de París despiertan a un mundo de perfecciones intelectuales y lo asumen con pasmosa serenidad. Contestan con frases rotundas, con gestos exactos; respiran el arte y lo intuyen. Conmueve oír los comentarios espontáneos de un grupo de chiquilines frente a un cuadro del Louvre. Oírlos cantar una canción rebosante de literatura, discutir a Picasso.
La otra mañana, tuve la impresión cabal de la diferencia que existe entre nuestros niños y los franceses. En un homenaje de pueblo, un grupo de escolares cantaba el himno a Sarmiento, a todo pulmón. La voces, chillonas, impetuosas, brotaban con vitalidad de pájaro salvaje, rectas, desordenadas, inarmónicas. Los niños franceses cantan domesticadamente, con una afinada dulzura, con responsabilidad, todos son o pueden ser pequeños cantores.
En un país donde el privilegio malcría y desresponsabiliza, desde la primera edad somos melancólicos, de preferencia en un jardín, y esa es la mentira y el drenaje de nuestra vitalidad. Los niños de Europa son trágicos, esclavos de negros corredores de ciudad, conscientes de la amenaza y el desastre, frágiles y sinceros. Es imposible no sentirse culpable ante sus ojos acusadores. Aun desde los cochecitos, bajo el económico sol de los jardines de Luxemburgo, nos vigilan chupetes incrustados en enigmáticas esfinges con gorro tejido.
Quizás ignoramos que todos los niños son serios. Unos trágicos, otros melancólicos, otros disimulados, siempre están más allá de la cárcel de tonteras en que pretendemos encerrarlos y distraerlos de la verdad. Este secreto lo saben sólo compañeros imaginarios, hojitas de jardín arrugadas en una mano sucia, zoológicos minúsculos en cajas de zapatos; en fin, todo ese universo que puebla y desampara la soledad de un niño.
© LA GACETA
(LA GACETA Literaria, 14 de octubre de 1956)
En este número rescatamos una nota publicada en estas páginas en 1956. Es una mirada conmovedora y reveladora de ese mundo infantil que conoció como pocos. Un texto que muestra un enfoque original y melancólico que, quizás, explica el denodado esfuerzo de su autora por llevar alegría a ese universo al que alguna vez vio poblado de tristeza. Agregamos también un fragmento de Fantasmas en el parque, su último libro.
LA DIRECCION
La seriedad de los niños
Por María Elena Walsh
La primera y la última imagen que recuerdo de Europa es la seriedad de los niños. Una tristeza honda, acusadora, que nos golpea por las calles en largas miradas responsables de criaturas que parecen contener todo el sufrimiento.
Los niños de París despiertan a un mundo de perfecciones intelectuales y lo asumen con pasmosa serenidad. Contestan con frases rotundas, con gestos exactos; respiran el arte y lo intuyen. Conmueve oír los comentarios espontáneos de un grupo de chiquilines frente a un cuadro del Louvre. Oírlos cantar una canción rebosante de literatura, discutir a Picasso.
La otra mañana, tuve la impresión cabal de la diferencia que existe entre nuestros niños y los franceses. En un homenaje de pueblo, un grupo de escolares cantaba el himno a Sarmiento, a todo pulmón. La voces, chillonas, impetuosas, brotaban con vitalidad de pájaro salvaje, rectas, desordenadas, inarmónicas. Los niños franceses cantan domesticadamente, con una afinada dulzura, con responsabilidad, todos son o pueden ser pequeños cantores.
En un país donde el privilegio malcría y desresponsabiliza, desde la primera edad somos melancólicos, de preferencia en un jardín, y esa es la mentira y el drenaje de nuestra vitalidad. Los niños de Europa son trágicos, esclavos de negros corredores de ciudad, conscientes de la amenaza y el desastre, frágiles y sinceros. Es imposible no sentirse culpable ante sus ojos acusadores. Aun desde los cochecitos, bajo el económico sol de los jardines de Luxemburgo, nos vigilan chupetes incrustados en enigmáticas esfinges con gorro tejido.
Quizás ignoramos que todos los niños son serios. Unos trágicos, otros melancólicos, otros disimulados, siempre están más allá de la cárcel de tonteras en que pretendemos encerrarlos y distraerlos de la verdad. Este secreto lo saben sólo compañeros imaginarios, hojitas de jardín arrugadas en una mano sucia, zoológicos minúsculos en cajas de zapatos; en fin, todo ese universo que puebla y desampara la soledad de un niño.
© LA GACETA
(LA GACETA Literaria, 14 de octubre de 1956)
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