22 Octubre 2010
Como lo tituló en tapa la prensa de todo el país, el enfrentamiento del miércoles entre manifestantes gremiales a raíz de una protesta de trabajadores tercerizados del Ferrocarril Roca en Barracas, Buenos Aires, tuvo el saldo de un muerto y dos heridos de bala. La información, por sí sola, contiene material suficiente para contristar a la comunidad. Pero el deplorable suceso adquiere una gravedad mucho mayor, si cabe, cuando se advierte que constituye una expresión de ese espíritu violento que parece haber contaminado peligrosamente a nuestra sociedad. Contaminación que ya suscita el temor de que la intemperancia vuelva a ocupar un primer plano en la vida cotidiana de los argentinos. No se trata, en modo alguno, de una apreciación exagerada. En los últimos tiempos, la violencia es algo que se palpa en todas partes: yace tanto en el incidente callejero minúsculo que se desmadra hasta convertirse en feroz pelea, como está presente en las actitudes y en el lenguaje de muchos dirigentes y de muchos ciudadanos. Incluso los mismos responsables de la cosa pública parecen involucrarse en esta espiral de tensiones desde el mismo discurso del poder.
A diario vemos que se expresa también en las modalidades del delito. Se ha hecho cosa común que el ladrón que arrebata la cartera de una transeúnte, se complazca además en golpearla de manera salvaje, no contento con haberse apoderado de sus pertenencias y sin ninguna razón aparente. No deja de resultar paradójico que esto ocurra simultáneamente con la aparición cotidiana de adelantos cada vez más impresionantes de la tecnología, teóricamente destinados a hacer mejor nuestra vida y a facilitar la convivencia entre los seres que, en el mundo vertiginosamente globalizado, dependen cada vez más los unos de los otros. Los estudiosos de la conducta humana pueden ofrecernos, sin duda, agudas conjeturas sobre las causas profundas del fenómeno. Pero lo que interesa y afecta a todos, es la cotidiana frecuencia de sus manifestaciones, que poco a poco empezamos a mirar como algo inevitable: como una suerte de maldición bíblica de estos comienzos del tercer milenio.
Pareciera sobreabundante recordar que nuestra república -y por cierto nuestra provincia- poseen una experiencia por demás dramática respecto de lo que significa la violencia como recurso habitual. Justamente, todo ello debiera aleccionarnos, y hacernos considerar tales tesituras como auténticas pesadillas que jamás quisiéramos ver reiteradas.
La sociedad entera ha condenado el ataque que derivó en la muerte del joven militante Mariano Ferreyra. El ministro del Interior, Florencio Randazzo, adjudicó a la "mafia asesina" y a la "locura organizada" el crimen, y repudió "enérgicamente todo acto violento", porque consideró "que no es el camino para resolver disputas de ningún tipo". El mismo líder de la CGT criticó la degradación de algunos gremios y opinó que deben corregir sus actitudes violentas. En las manifestaciones a lo largo del país se condenó a la "burocracia y la patota sindical", así como se habló de la presencia de barrabravas como partícipes de los incidentes. Pero lo cierto es que hasta ayer la pesquisa para esclarecer el hecho era demasiado lenta.
Nunca estará de más insistir en que, además del dolor y el encono que la violencia desata, existe en ella una patética inutilidad. Porque bien sabemos que la violencia carece de todo valor germinativo. Que de la violencia no puede esperarse nada que no sea una violencia mayor, constituye una de las lecciones más antiguas e incontrovertibles de la historia de la humanidad. Es hora, entonces, de erradicar resueltamente, de nuestra vida, esa intemperancia con la que hemos comenzado a convivir. Lograrlo representa una de las más graves obligaciones actuales del cuerpo social, en su totalidad. Es una tarea que deben encarar todos, desde los gobernantes hasta el último ciudadano.
A diario vemos que se expresa también en las modalidades del delito. Se ha hecho cosa común que el ladrón que arrebata la cartera de una transeúnte, se complazca además en golpearla de manera salvaje, no contento con haberse apoderado de sus pertenencias y sin ninguna razón aparente. No deja de resultar paradójico que esto ocurra simultáneamente con la aparición cotidiana de adelantos cada vez más impresionantes de la tecnología, teóricamente destinados a hacer mejor nuestra vida y a facilitar la convivencia entre los seres que, en el mundo vertiginosamente globalizado, dependen cada vez más los unos de los otros. Los estudiosos de la conducta humana pueden ofrecernos, sin duda, agudas conjeturas sobre las causas profundas del fenómeno. Pero lo que interesa y afecta a todos, es la cotidiana frecuencia de sus manifestaciones, que poco a poco empezamos a mirar como algo inevitable: como una suerte de maldición bíblica de estos comienzos del tercer milenio.
Pareciera sobreabundante recordar que nuestra república -y por cierto nuestra provincia- poseen una experiencia por demás dramática respecto de lo que significa la violencia como recurso habitual. Justamente, todo ello debiera aleccionarnos, y hacernos considerar tales tesituras como auténticas pesadillas que jamás quisiéramos ver reiteradas.
La sociedad entera ha condenado el ataque que derivó en la muerte del joven militante Mariano Ferreyra. El ministro del Interior, Florencio Randazzo, adjudicó a la "mafia asesina" y a la "locura organizada" el crimen, y repudió "enérgicamente todo acto violento", porque consideró "que no es el camino para resolver disputas de ningún tipo". El mismo líder de la CGT criticó la degradación de algunos gremios y opinó que deben corregir sus actitudes violentas. En las manifestaciones a lo largo del país se condenó a la "burocracia y la patota sindical", así como se habló de la presencia de barrabravas como partícipes de los incidentes. Pero lo cierto es que hasta ayer la pesquisa para esclarecer el hecho era demasiado lenta.
Nunca estará de más insistir en que, además del dolor y el encono que la violencia desata, existe en ella una patética inutilidad. Porque bien sabemos que la violencia carece de todo valor germinativo. Que de la violencia no puede esperarse nada que no sea una violencia mayor, constituye una de las lecciones más antiguas e incontrovertibles de la historia de la humanidad. Es hora, entonces, de erradicar resueltamente, de nuestra vida, esa intemperancia con la que hemos comenzado a convivir. Lograrlo representa una de las más graves obligaciones actuales del cuerpo social, en su totalidad. Es una tarea que deben encarar todos, desde los gobernantes hasta el último ciudadano.
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