01 Febrero 2010
"A la vida hay que gozarla. ¿Cuánto nos queda? No lo sé, nunca se sabe. Nada pasa como uno cree que va a pasar".
He contado muchas veces que lo conocí a Tomás Eloy Martínez cuando él tenía 16 años y que en ese entonces comencé a publicar sus escritos en estas páginas. Lo que no conté nunca es que, durante nuestras seis décadas de fraternal amistad, siempre hablamos de dos temas: la enfermedad y la muerte. En esas materias, como si fuera un largo debate, él siempre ocupó el rol del optimista y yo el del escéptico. Cuando lo afectaba su tercer tipo de cáncer, en la variante más grave de la enfermedad, me consolaba por mis dolencias, infinitamente más leves que las suyas.
Mis dos mejores amigos, Víctor Massuh y Tomás Eloy, estaban distanciados. Una tarde le conté a Víctor una anécdota de Tomás que le despertó una admiración que no pudo contener. Cuando a Tomás le descubrieron un tumor cerebral que debían extirpar urgentemente, le dijeron que tenían que operarlo consciente para poder verificar, mientras aplicaban el bisturí láser dentro de su cabeza, si estaban tocando los puntos adecuados. Como si fuera un afinador de pianos, el cirujano sabría si estaba actuando adecuadamente a través de la coherencia del discurso de su paciente. Tomás le propuso relatarle la novela que estaba escribiendo y, al mismo tiempo, se entusiasmó pensando en que incluiría en un futuro libro la inverosímil experiencia que estaba viviendo.
Esa era la quinta vez en que Tomás se enfrentaba, cara a cara, con la muerte. Y lo hacía como estaba acostumbrado: con coraje, dignidad, optimismo y curiosidad. Su primer encuentro fue en los 70, cuando afuera de un restaurante lo esperaban miembros de la Triple A. Llamó a los periodistas que conocía para que registraran su asesinato y su presencia evitó el crimen.
La novela que Tomás le narraba a su cirujano era Purgatorio. Sobre ese libro, íntimamente ligado a lo que ocurrió en los 70 y a aquello que lo llevó 35 años más tarde al quirófano, hablamos a fines de 2008.
- En Purgatorio hay presencias importantes: la enfermedad y la muerte. ¿Cómo enfrentás a estos fantasmas?
- La enfermedad llega como un rayo. En 1998 un médico norteamericano me dijo que tenía un tumor en el riñón, metástasis y seis meses de vida. Esa experiencia me enseñó que siempre hay esperanza. El fantasma de la muerte está ahí pero yo trato de no darle importancia. Llegará quizás cuando menos la espere, pero me gustaría, como dijo alguna vez Marguerite Yourcenar, morir con los ojos abiertos: saber qué hay del otro lado. Purgatorio fue escrita en medio de una enfermedad muy grave que tuve, y que tengo.
- Mi sensación como lector es que la enfermedad atraviesa la novela pero no se si se trata de una lectura subjetiva.
- No, de hecho parte de la novela la escribí pensando en vos; en tu temor a la enfermedad y a la muerte, como una forma de compartir con mis amigos esa experiencia. Pero la enfermedad y la muerte no deben impregnar la vida, no deben ocupar los espacios que nos quedan. A la vida hay que gozarla. ¿Cuánto nos queda? No lo sé, nunca se sabe. Nada pasa como uno cree que va a pasar. Por ejemplo, la mujer a la que yo amé tanto, Susana Rotker, fue atropellada por un camión que también me atropelló a mí, en un suburbio de Estados Unidos. Yo pude haber muerto entonces pero fue ella la que tuvo esa muerte injusta, imposible, a los 45 años. Afronté esa muerte y salí adelante. Todos los días hay que buscar razones y proyectos para seguir viviendo.
La muerte, ese lugar común por el que pasaría la mayoría de sus personajes, ya estaba presente en sus primeros textos. En 1952 publica en estas columnas un relato (que reproducimos en la página 3 de esta edición especial) protagonizado por un resucitado Vicente Barbieri. Allí está la semilla de Purgatorio. Hoy entro a mi oficina y me pasa lo mismo que a Emilia Dupuy, la protagonista de esa última novela. Me encuentro con un muchacho que no envejeció aunque pasaron muchas décadas. En mi caso, es un Tomás Eloy adolescente, un Tomasito que me dice que quiere ser escritor y que no imagina que alcanzará bastante más que eso. El acceso, sin escala en purgatorio alguno, a un Olimpo muy distinto al que intentaba recrear en la última novela que estaba escribiendo. Tomás está entrando, de una vez y para siempre, al Olimpo que habitan sus admirados Borges, Kafka, Defoe, Melville y Flaubert.
© LA GACETA
Mis dos mejores amigos, Víctor Massuh y Tomás Eloy, estaban distanciados. Una tarde le conté a Víctor una anécdota de Tomás que le despertó una admiración que no pudo contener. Cuando a Tomás le descubrieron un tumor cerebral que debían extirpar urgentemente, le dijeron que tenían que operarlo consciente para poder verificar, mientras aplicaban el bisturí láser dentro de su cabeza, si estaban tocando los puntos adecuados. Como si fuera un afinador de pianos, el cirujano sabría si estaba actuando adecuadamente a través de la coherencia del discurso de su paciente. Tomás le propuso relatarle la novela que estaba escribiendo y, al mismo tiempo, se entusiasmó pensando en que incluiría en un futuro libro la inverosímil experiencia que estaba viviendo.
Esa era la quinta vez en que Tomás se enfrentaba, cara a cara, con la muerte. Y lo hacía como estaba acostumbrado: con coraje, dignidad, optimismo y curiosidad. Su primer encuentro fue en los 70, cuando afuera de un restaurante lo esperaban miembros de la Triple A. Llamó a los periodistas que conocía para que registraran su asesinato y su presencia evitó el crimen.
La novela que Tomás le narraba a su cirujano era Purgatorio. Sobre ese libro, íntimamente ligado a lo que ocurrió en los 70 y a aquello que lo llevó 35 años más tarde al quirófano, hablamos a fines de 2008.
- En Purgatorio hay presencias importantes: la enfermedad y la muerte. ¿Cómo enfrentás a estos fantasmas?
- La enfermedad llega como un rayo. En 1998 un médico norteamericano me dijo que tenía un tumor en el riñón, metástasis y seis meses de vida. Esa experiencia me enseñó que siempre hay esperanza. El fantasma de la muerte está ahí pero yo trato de no darle importancia. Llegará quizás cuando menos la espere, pero me gustaría, como dijo alguna vez Marguerite Yourcenar, morir con los ojos abiertos: saber qué hay del otro lado. Purgatorio fue escrita en medio de una enfermedad muy grave que tuve, y que tengo.
- Mi sensación como lector es que la enfermedad atraviesa la novela pero no se si se trata de una lectura subjetiva.
- No, de hecho parte de la novela la escribí pensando en vos; en tu temor a la enfermedad y a la muerte, como una forma de compartir con mis amigos esa experiencia. Pero la enfermedad y la muerte no deben impregnar la vida, no deben ocupar los espacios que nos quedan. A la vida hay que gozarla. ¿Cuánto nos queda? No lo sé, nunca se sabe. Nada pasa como uno cree que va a pasar. Por ejemplo, la mujer a la que yo amé tanto, Susana Rotker, fue atropellada por un camión que también me atropelló a mí, en un suburbio de Estados Unidos. Yo pude haber muerto entonces pero fue ella la que tuvo esa muerte injusta, imposible, a los 45 años. Afronté esa muerte y salí adelante. Todos los días hay que buscar razones y proyectos para seguir viviendo.
La muerte, ese lugar común por el que pasaría la mayoría de sus personajes, ya estaba presente en sus primeros textos. En 1952 publica en estas columnas un relato (que reproducimos en la página 3 de esta edición especial) protagonizado por un resucitado Vicente Barbieri. Allí está la semilla de Purgatorio. Hoy entro a mi oficina y me pasa lo mismo que a Emilia Dupuy, la protagonista de esa última novela. Me encuentro con un muchacho que no envejeció aunque pasaron muchas décadas. En mi caso, es un Tomás Eloy adolescente, un Tomasito que me dice que quiere ser escritor y que no imagina que alcanzará bastante más que eso. El acceso, sin escala en purgatorio alguno, a un Olimpo muy distinto al que intentaba recrear en la última novela que estaba escribiendo. Tomás está entrando, de una vez y para siempre, al Olimpo que habitan sus admirados Borges, Kafka, Defoe, Melville y Flaubert.
© LA GACETA