En 1963, una compañía de seguros que tuvo que reducir su personal por problemas financieros contrató al publicista estadounidense Harvey Ball para combatir el bajo estado de ánimo de los empleados que se salvaron del despido. Este publicista diseñó un prendedor que consistía en un círculo amarillo con dos ojos y una sonrisa para ser distribuido entre el personal de la empresa. A los directivos les gustó y lo adoptaron, observando muy pronto que la actitud de sus empleados había cambiado notablemente.
En poco tiempo, recuerda la psicóloga Patricia Cudmani, la figura de esa cara sonriente se esparció por el mundo en remeras, cartucheras, mochilas, stickers, prendedores, etcétera y se convirtió en el más famoso ícono de la felicidad representado en la imagen de un rostro sonriente. Pero si una máquina del tiempo llevase uno de esos prendedores al pasado, los filósofos griegos no lo asociarían al concepto de felicidad, ya que en ese momento la felicidad no tenía que ver con manifestaciones exteriores como la sonrisa y tampoco era algo accesible a las personas comunes: ser feliz era vivir como los dioses y por eso la felicidad estaba destinada para muy pocos.
En la antigüedad, la felicidad no era algo que los hombres pudiesen desear, sino que estaba relacionada con el destino. Por eso, sólo se podía saber si un hombre había tenido una vida feliz cuando su destino ya se había cumplido íntegramente, o sea, después de su muerte, agrega Cudmani.
El cristianismo consideraba a la felicidad como una gracia divina que sólo sería experimentada en el más allá. Según la doctrina cristiana, desde la expulsión del paraíso el hombre está condenado al sufrimiento.
Según San Agustín, lo máximo que una persona puede aspirar es a la esperanza de ser feliz, ya que la felicidad es una gracia de Dios y sólo será concedida en el otro mundo. Siglos después, con el Renacimiento, se pudo asociar la felicidad con los placeres mundanos y no con la vida celestial. Pero fue realmente con el Iluminismo que la felicidad pasó a ser algo a lo que todo ser humano puede aspirar en la vida. Ya no era un "regalo de Dios", ni un golpe del destino, sino un derecho humano que cualquier hombre, mujer o niño podía alcanzar.
Con el Iluminismo comienza a asociarse la felicidad con el placer. O sea que fue recién en el siglo XVIII que pasó a ser un sentimiento natural de los hombres que podía ser medido en su intensidad y duración. Cudmani sostiene que en el siglo XX comenzó a circular la idea de que la felicidad estaría ligada al dinero y a los placeres que se pueden comprar. Según el filósofo estadounidense Albert Borgmann, las personas demuestran qué es lo que las hace felices a través de lo que hacen. Sus preferencias se demuestran en sus acciones, por ejemplo, en sus compras. Pero otros rechazan esa afirmación y sostienen que el dinero no compra la felicidad.