16 Agosto 2009
La conspiración y la muerte según Don DeLillo
Un análisis profundo sobre la inquietante obra de uno de los mayores escritores norteamericanos y uno de los máximos candidatos a obtener el próximo premio Nobel de Literatura. En sus libros se plasman las grandes dudas de los estadounidenses, los temores más desestabilizadores de la actualidad y los dilemas fundamentales de la posmodernidad. Por Marcelo Damiani - Para LA GACETA, Caracas.
SOSPECHA OBSESIVA. DeLillo pertenece a una raza de autores que practican lo que ha dado en llamarse "ficción paranoica".
Don DeLillo es uno de los escritores más norteamericanos que existen hoy en día, ya que casi todas las obsesiones del país del norte recorren sus páginas de forma sintomática. No es casual que su primera novela se llame, precisamente, Americana.
Junto a sus compatriotas Philip K. Dick, William Gaddis y Thomas Pynchon, para sólo mencionar a los más interesantes, DeLillo pertenece a esa raza de autores que practican lo que Ricardo Piglia ha denominado ficción paranoica. Una suerte de relato basado casi exclusivamente en la sospecha de que todo el tiempo somos controlados sin darnos cuenta.
DeLillo se ha abocado a la imposible tarea de denunciar los sistemas que nos acosan, desde la publicidad y la televisión hasta el deporte y la guerra, pasando por el rock y el terrorismo -hoy en día tan lamentablemente de moda-. Dos de sus obras maestras, Ruido de fondo y Libra, nacieron precisamente de una radicalización de esta postura, al tratar el impacto que tienen la ciencia y los organismos gubernamentales en la vida privada.
No es casual, entonces, que los personajes de DeLillo sean los encargados de llevar sobre sus hombros todo el peso de una sociedad que acepta muchas menos cosas de las que sus miembros están dispuestos a admitir. Tal vez por eso no son pocos los que quieren escapar de ella. En esta tensión entre el lugar de origen y el vasto mundo se mueve buena parte de la obra de este renombrado autor.
Así, Gary Harkness, el protagonista de End Zone (su segunda novela, aún inédita en castellano pero que puede ser traducida en cualquier momento dada su inesperada actualidad) es un problemático jugador de fútbol americano (esa especie de rugby para asesinos en potencia que es el deporte más popular del país del norte) y está interesado en la lectura de libros sobre la guerra de última generación -esta novela fue publicada durante el conflicto con Vietnam-. A Gary, obviamente, dado que es un blanco niño rico, no lo obligan a ir a la lejana guerra del sur de Asia. El final del libro, sin embargo, lo encuentra al borde de la muerte, para que la analogía entre la violencia del fútbol americano y la guerra se cierre silenciosamente.
A partir de Ruido de Fondo (1984) la narrativa de DeLillo empieza a adquirir una fuerte preocupación social desde un punto de vista que no por acomodado deja de ser contestatario. El protagonista de esta novela es Jack Gladney, un profesor universitario especializado en el estudio de Hitler, al que una fuga de un compuesto químico creado por el hombre, el Diodeno-Derivado, le obliga a romper su rutina de clases y preocupaciones domésticas para redondear una dura crítica a la hipertecnificación de la sociedad moderna. Sin embargo, el éxito de crítica que esta novela tuvo en EE.UU. tal vez haya que buscarlo más por el lado del coqueteo que realiza con el género catástrofe y el de espionaje. La extraña relación que algunos personajes tienen con organismos gubernamentales como la CIA, por ejemplo, es un claro exponente de lo antedicho, además de establecer una suerte de lazo con sus dos siguientes obras.
El asesinato de Kennedy
En Libra (1988) DeLillo libra una batalla (¿perdida?) contra la concepción conspirativa del mundo moderno, al tratar de reconstruir el caso Kennedy -otra obsesión norteamericana que recorre el mundo-. Para esta tarea quimérica DeLillo hace uso de por lo menos tres de las hipótesis más plausibles que hay sobre el tema (a diferencia de Oswald, el inconsistente libro de Mailer, donde él sostiene que el asesino de Kennedy actuó solo). Primero: hubo conspiración pero su éxito le debe más al azar que a las personas involucradas o al cálculo premeditado. Segundo: tal vez el origen de la misma fue el "fallido" intento de invasión a Cuba en "Bahía de los Cochinos" que los grupos de derecha "usaron" para culpar a Kennedy de autosabotaje. Tercero: la confirmación tardía (en los años posteriores a la farsa de la comisión Warren) de la existencia de un complot, dada la excesiva cantidad de accidentes, muertes, asesinatos y suicidios (rompiendo con todos los índices estadísticos posibles) de casi todas las personas que habían tenido aunque sólo fuera una relación lejana con el caso -porque ya se sabe, testigo muerto no habla-. DeLillo, actuando de la misma forma que los conspiradores, sin quedar conforme con su manejo perfecto de un gran número de historias y situaciones a las que la calificación de "complejas" le quedaría infinitamente pequeña, eleva esta misma complejidad a la categoría de metáfora. Así aparece el personaje de Nicholas Branch, alguien que dedica su vida a estudiar todo, absolutamente todo lo relacionado con el caso, y que sin embargo no puede ordenar el caos creado por la conspiración. Parafraseando al Friedric Jameson de La estética geopolítica, podemos decir que en este momento (al ser incapaces, como Branch, de aprehender la relación última que los personajes tienen con los hechos y con los demás), es cuando seguramente comprendemos la verdad profunda del nuevo sistema mundial, donde ya no sorprende a nadie que un presidente sea asesinado por su propia gente, ni que ésta se escude en una situación y un chivo expiatorio completamente inverosímiles.
El terrorismo
La preocupación social de la que hablábamos parece llegar a un punto sin retorno en Mao II. DeLillo incursiona acá en el nada fácil tema del terrorismo internacional. Su óptica, como siempre, no es para nada común y corriente. Los fantasmas de Salinger, Pynchon y Rushdie sobrevuelan las primeras páginas del libro (las mejores) para darle forma a Bill Gray, el escritor oculto y algo cansado de la vida que decide ir a Medio Oriente para salvar a un desconocido colega poeta. Sin embargo, hablar de terrorismo a través de los escritores secretos (esos que han elegido la clandestinidad como los terroristas, ya sea para enfrentar o escapar del mundanal ruido), y la puesta en evidencia de la pérdida de presencia de los escritores en el imaginario de la aldea global, frente a la ganancia de la misma por parte de los terroristas, son dos ideas fuertes que en esta novela no funcionan narrativamente. Muchos críticos han señalado la relación entre esta obra y el también fallido Leviatán de Paul Auster.
Su libro más ambicioso
Submundo, su libro más ambicioso, contracara del más reciente The body artist, es una sumatoria de toda su obra. Su monumentalidad, sin duda, la convierte en una de las novelas más ambiciosas que se han escrito en EE.UU. en los últimos años. Acá, DeLillo ya no libra una batalla perdida contra la concepción conspirativa del mundo posmoderno, sino que parece reflexionar narrativamente sobre la estructura de la sociedad y sus cambios a lo largo de los últimos 50 años.
Nadie puede albergar ninguna duda sobre la irrealidad de tal proyecto. DeLillo, sin embargo, en la impresionante escena que abre el libro, nos hace creer que es capaz de todo. Allí, como un amable dios fabulador, parece que está en todas partes, dispuesto a transportarnos en el tiempo a aquella tarde de 1951 en la que los Gigantes de Nueva York conocieron la gloria en la isla de Manhattan, poco antes que se supiera que los rusos habían probado exitosamente la bomba atómica, dando comienzo a lo que se dio en llamar La Guerra Fría. El cuadro de Brueghel El triunfo de la muerte, cuyo título toma prestado el prólogo del libro, es una clara alusión a lo que la bomba significaba.
La instancia narrativa de la novela, curiosamente, no está tan atada a un personaje como a la pelota de beisball de ese famoso partido. Así, el relato la perseguirá a lo largo del tiempo, pero no de forma cronológica, ya que la narración se mueve arbitrariamente, rompiendo con la estructura lineal a la que son tan afectos casi todos los escritores contemporáneos.
El poseedor de la famosa pelota en 1992 es lo más cercano a lo que podríamos llamar el protagonista de la novela. Nick Shay, como el autor mismo, vivió su infancia en el Bronx durante los años 50, y es el único en todo el libro que habla en primera persona. Nick, un experto en el tratamiento de la basura, y su hermano Matty, ex prodigioso jugador de ajedrez, son parte de esa comunidad de personajes masculinos débiles que pueblan las novelas de DeLillo. Inescrutables, observadores taciturnos del mundo, sin embargo, no saben que su destino es una impotencia innata para enfrentar el universo que los rodea. Jamás serán impermeables ante los dictámenes ajenos, están conformados por ellos y quizá por eso siempre terminan conformándose.
La mayoría de las novelas de DeLillo empiezan con un hombre solitario obligado a entrar a una suerte de cámara sellada. En Libra es el joven Lee Harvey Oswald parado enfrente de la ventanilla de un vagón del subterráneo. Otros de sus primeros libros, aún no traducidos al castellano, empiezan con sus protagonistas adentro de aviones o directamente encerrados en habitaciones, aislados del mundo. Incluso cuando DeLillo parece ceder y describir un paisaje no lo hace más que para acentuar la sensación de pérdida. Es como si los personajes intuyeran que la única salida es el encierro. Afuera la vida es imposible. Todos somos víctimas del sistema, oprimidos por todos los discursos que nos rodean y nos obligan a actuar de la forma que se quiere que actuemos.
Formas encubiertas de dominación
Submundo es una gran novela posmoderna. No sólo cuestiona los grandes relatos de los que habla Lyotard, sino también la idea de centro y hasta la de individuo. El tema del libro -si es que se puede hablar de tema en este contexto- queda bien claro cuando Nick Shay descubre que ha sido engañado por su esposa, y se da cuenta que todo lo que ha venido haciendo hasta ahora es llenar un lugar. Cualquiera puede hacerlo mientras respete las reglas. Nadie es mejor ni peor que otro sino que tan sólo está en una posición distinta. Aceptar esto es resignarse a ser un ladrillo más en la pared; rechazarlo, volverse un outsider, un exiliado del mundo, un paria.
Así, la publicidad, la televisión, los deportes, el periodismo, la música popular, el arte complaciente, incluso quizá el terrorismo, es decir, casi todo, no son más que formas encubiertas de dominación, y si hay una salida, en alguna parte, quizá haya que empezar a buscarla en ese submundo al que muy pocos privilegiados pueden acceder. Desde este punto de vista, el futuro de la sociedad sólo puede ser contemplado sombríamente. © LA GACETA
Marcelo Damiani - Novelista, crítico, profesor de Filosofía de la Universidad Maimónides. Premio Fondo Nacional de las Artes.
Junto a sus compatriotas Philip K. Dick, William Gaddis y Thomas Pynchon, para sólo mencionar a los más interesantes, DeLillo pertenece a esa raza de autores que practican lo que Ricardo Piglia ha denominado ficción paranoica. Una suerte de relato basado casi exclusivamente en la sospecha de que todo el tiempo somos controlados sin darnos cuenta.
DeLillo se ha abocado a la imposible tarea de denunciar los sistemas que nos acosan, desde la publicidad y la televisión hasta el deporte y la guerra, pasando por el rock y el terrorismo -hoy en día tan lamentablemente de moda-. Dos de sus obras maestras, Ruido de fondo y Libra, nacieron precisamente de una radicalización de esta postura, al tratar el impacto que tienen la ciencia y los organismos gubernamentales en la vida privada.
No es casual, entonces, que los personajes de DeLillo sean los encargados de llevar sobre sus hombros todo el peso de una sociedad que acepta muchas menos cosas de las que sus miembros están dispuestos a admitir. Tal vez por eso no son pocos los que quieren escapar de ella. En esta tensión entre el lugar de origen y el vasto mundo se mueve buena parte de la obra de este renombrado autor.
Así, Gary Harkness, el protagonista de End Zone (su segunda novela, aún inédita en castellano pero que puede ser traducida en cualquier momento dada su inesperada actualidad) es un problemático jugador de fútbol americano (esa especie de rugby para asesinos en potencia que es el deporte más popular del país del norte) y está interesado en la lectura de libros sobre la guerra de última generación -esta novela fue publicada durante el conflicto con Vietnam-. A Gary, obviamente, dado que es un blanco niño rico, no lo obligan a ir a la lejana guerra del sur de Asia. El final del libro, sin embargo, lo encuentra al borde de la muerte, para que la analogía entre la violencia del fútbol americano y la guerra se cierre silenciosamente.
A partir de Ruido de Fondo (1984) la narrativa de DeLillo empieza a adquirir una fuerte preocupación social desde un punto de vista que no por acomodado deja de ser contestatario. El protagonista de esta novela es Jack Gladney, un profesor universitario especializado en el estudio de Hitler, al que una fuga de un compuesto químico creado por el hombre, el Diodeno-Derivado, le obliga a romper su rutina de clases y preocupaciones domésticas para redondear una dura crítica a la hipertecnificación de la sociedad moderna. Sin embargo, el éxito de crítica que esta novela tuvo en EE.UU. tal vez haya que buscarlo más por el lado del coqueteo que realiza con el género catástrofe y el de espionaje. La extraña relación que algunos personajes tienen con organismos gubernamentales como la CIA, por ejemplo, es un claro exponente de lo antedicho, además de establecer una suerte de lazo con sus dos siguientes obras.
El asesinato de Kennedy
En Libra (1988) DeLillo libra una batalla (¿perdida?) contra la concepción conspirativa del mundo moderno, al tratar de reconstruir el caso Kennedy -otra obsesión norteamericana que recorre el mundo-. Para esta tarea quimérica DeLillo hace uso de por lo menos tres de las hipótesis más plausibles que hay sobre el tema (a diferencia de Oswald, el inconsistente libro de Mailer, donde él sostiene que el asesino de Kennedy actuó solo). Primero: hubo conspiración pero su éxito le debe más al azar que a las personas involucradas o al cálculo premeditado. Segundo: tal vez el origen de la misma fue el "fallido" intento de invasión a Cuba en "Bahía de los Cochinos" que los grupos de derecha "usaron" para culpar a Kennedy de autosabotaje. Tercero: la confirmación tardía (en los años posteriores a la farsa de la comisión Warren) de la existencia de un complot, dada la excesiva cantidad de accidentes, muertes, asesinatos y suicidios (rompiendo con todos los índices estadísticos posibles) de casi todas las personas que habían tenido aunque sólo fuera una relación lejana con el caso -porque ya se sabe, testigo muerto no habla-. DeLillo, actuando de la misma forma que los conspiradores, sin quedar conforme con su manejo perfecto de un gran número de historias y situaciones a las que la calificación de "complejas" le quedaría infinitamente pequeña, eleva esta misma complejidad a la categoría de metáfora. Así aparece el personaje de Nicholas Branch, alguien que dedica su vida a estudiar todo, absolutamente todo lo relacionado con el caso, y que sin embargo no puede ordenar el caos creado por la conspiración. Parafraseando al Friedric Jameson de La estética geopolítica, podemos decir que en este momento (al ser incapaces, como Branch, de aprehender la relación última que los personajes tienen con los hechos y con los demás), es cuando seguramente comprendemos la verdad profunda del nuevo sistema mundial, donde ya no sorprende a nadie que un presidente sea asesinado por su propia gente, ni que ésta se escude en una situación y un chivo expiatorio completamente inverosímiles.
El terrorismo
La preocupación social de la que hablábamos parece llegar a un punto sin retorno en Mao II. DeLillo incursiona acá en el nada fácil tema del terrorismo internacional. Su óptica, como siempre, no es para nada común y corriente. Los fantasmas de Salinger, Pynchon y Rushdie sobrevuelan las primeras páginas del libro (las mejores) para darle forma a Bill Gray, el escritor oculto y algo cansado de la vida que decide ir a Medio Oriente para salvar a un desconocido colega poeta. Sin embargo, hablar de terrorismo a través de los escritores secretos (esos que han elegido la clandestinidad como los terroristas, ya sea para enfrentar o escapar del mundanal ruido), y la puesta en evidencia de la pérdida de presencia de los escritores en el imaginario de la aldea global, frente a la ganancia de la misma por parte de los terroristas, son dos ideas fuertes que en esta novela no funcionan narrativamente. Muchos críticos han señalado la relación entre esta obra y el también fallido Leviatán de Paul Auster.
Su libro más ambicioso
Submundo, su libro más ambicioso, contracara del más reciente The body artist, es una sumatoria de toda su obra. Su monumentalidad, sin duda, la convierte en una de las novelas más ambiciosas que se han escrito en EE.UU. en los últimos años. Acá, DeLillo ya no libra una batalla perdida contra la concepción conspirativa del mundo posmoderno, sino que parece reflexionar narrativamente sobre la estructura de la sociedad y sus cambios a lo largo de los últimos 50 años.
Nadie puede albergar ninguna duda sobre la irrealidad de tal proyecto. DeLillo, sin embargo, en la impresionante escena que abre el libro, nos hace creer que es capaz de todo. Allí, como un amable dios fabulador, parece que está en todas partes, dispuesto a transportarnos en el tiempo a aquella tarde de 1951 en la que los Gigantes de Nueva York conocieron la gloria en la isla de Manhattan, poco antes que se supiera que los rusos habían probado exitosamente la bomba atómica, dando comienzo a lo que se dio en llamar La Guerra Fría. El cuadro de Brueghel El triunfo de la muerte, cuyo título toma prestado el prólogo del libro, es una clara alusión a lo que la bomba significaba.
La instancia narrativa de la novela, curiosamente, no está tan atada a un personaje como a la pelota de beisball de ese famoso partido. Así, el relato la perseguirá a lo largo del tiempo, pero no de forma cronológica, ya que la narración se mueve arbitrariamente, rompiendo con la estructura lineal a la que son tan afectos casi todos los escritores contemporáneos.
El poseedor de la famosa pelota en 1992 es lo más cercano a lo que podríamos llamar el protagonista de la novela. Nick Shay, como el autor mismo, vivió su infancia en el Bronx durante los años 50, y es el único en todo el libro que habla en primera persona. Nick, un experto en el tratamiento de la basura, y su hermano Matty, ex prodigioso jugador de ajedrez, son parte de esa comunidad de personajes masculinos débiles que pueblan las novelas de DeLillo. Inescrutables, observadores taciturnos del mundo, sin embargo, no saben que su destino es una impotencia innata para enfrentar el universo que los rodea. Jamás serán impermeables ante los dictámenes ajenos, están conformados por ellos y quizá por eso siempre terminan conformándose.
La mayoría de las novelas de DeLillo empiezan con un hombre solitario obligado a entrar a una suerte de cámara sellada. En Libra es el joven Lee Harvey Oswald parado enfrente de la ventanilla de un vagón del subterráneo. Otros de sus primeros libros, aún no traducidos al castellano, empiezan con sus protagonistas adentro de aviones o directamente encerrados en habitaciones, aislados del mundo. Incluso cuando DeLillo parece ceder y describir un paisaje no lo hace más que para acentuar la sensación de pérdida. Es como si los personajes intuyeran que la única salida es el encierro. Afuera la vida es imposible. Todos somos víctimas del sistema, oprimidos por todos los discursos que nos rodean y nos obligan a actuar de la forma que se quiere que actuemos.
Formas encubiertas de dominación
Submundo es una gran novela posmoderna. No sólo cuestiona los grandes relatos de los que habla Lyotard, sino también la idea de centro y hasta la de individuo. El tema del libro -si es que se puede hablar de tema en este contexto- queda bien claro cuando Nick Shay descubre que ha sido engañado por su esposa, y se da cuenta que todo lo que ha venido haciendo hasta ahora es llenar un lugar. Cualquiera puede hacerlo mientras respete las reglas. Nadie es mejor ni peor que otro sino que tan sólo está en una posición distinta. Aceptar esto es resignarse a ser un ladrillo más en la pared; rechazarlo, volverse un outsider, un exiliado del mundo, un paria.
Así, la publicidad, la televisión, los deportes, el periodismo, la música popular, el arte complaciente, incluso quizá el terrorismo, es decir, casi todo, no son más que formas encubiertas de dominación, y si hay una salida, en alguna parte, quizá haya que empezar a buscarla en ese submundo al que muy pocos privilegiados pueden acceder. Desde este punto de vista, el futuro de la sociedad sólo puede ser contemplado sombríamente. © LA GACETA
Marcelo Damiani - Novelista, crítico, profesor de Filosofía de la Universidad Maimónides. Premio Fondo Nacional de las Artes.
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