09 Agosto 2009
Desde tiempos ancestrales, sobre todo en pueblos politeístas, la luna compartió dos condiciones vitales para el funcionamiento de las sociedades: la de dios, y la de calendario: religión y tiempo. Más acá, se sumaron otras cuestiones operativas, relacionadas con el almanaque, para el desarrollo productivo: la siembra, la poda, las lluvias, la marea en las navegaciones. En definitiva, la relación del hombre con su tierra. Aún hoy, miles de años después, se sigue midiendo el proceso de gestación humana en nueve lunas: la vida.
A Martín Caparrós le llevó una luna (un mes: el ciclo completo: llena, menguante, nueva, creciente) viajar su último libro, titulado, justamente, Una luna.
El viaje -dice el mismo Caparrós en esas páginas- fue a partir de una propuesta de la ONU (del Fondo de Población de Naciones Unidas, más exactamente) e implicaba atravesar ocho o diez países en 28 días, con un objetivo claro: "escribir sobre los que viajan de verdad: historias de migrantes"; "jóvenes cuyas vidas han sido atravesadas por la migración de alguna forma".
Lo cual, en la relación escasa cantidad de tiempo / profusión de espacios, se convirtió en un "hiperviaje" (tal el subtítulo del libro: Diario de hiperviaje): desplazarse por el mundo "como quien cliquea un link"; "tres aviones en un día", "el concepto de ciudad dormitorio"; "una luna de vuelos y corridas, zozobras varias, encuentros improbables". Mientras los migrantes (el sujeto objetivo del libro) "viajan con la esperanza de no viajar más: buscan un lugar definitivo", Caparrós no termina de llegar a un lugar que ya está yéndose hacia otro.
Caparrós va dando con las peripecias, penurias, privaciones propias de migrantes que huyen horrorizados por una realidad de su propia tierra que, a su vez, suele volvérseles más aterradora fuera de ella. Despatriados inventándose vidas, escapando de lugares para (con suerte, con mucha suerte) ser lo que querían ser antes de partir.
Así, entonces, Caparrós se cruza con Natalia en Kishinau, capital de Moldavia (el país más pobre de Europa); con Richard Allen en Liberia, en la costa occidental africana (un país donde no hay ni noticias de la luz o el agua potable); con Jadiya, descendiente de marroquíes nacido en Amsterdam; con Adama, nativo de Burkina Faso; con Freddy, un joven de El Salvador y su experiencia como pandillero con salvadoreños deportados desde Los Ángeles; con Kakenya, una kenyata residente en Pittsburgh, Pennsylvania, nacida en el seno de una tribu massai; con Edna, portadora de HIV en Zambia, país donde, se calcula, "una de cada cinco personas es seropositiva".
Y mientras, Caparrós revisita su propio pasado, recuerda su juventud girante por la Europa de los 70; entre frases y definiciones -que devienen axiomas- da con lo humano (la desmesurada, inhumana crueldad del hombre), en un ambiente que no se desprende de la inevitable condición vigente del mundo (la globalización, lo multicultural, la visión siempre occidental tan nuestra del mundo) y confirma -sin siquiera un hálito de duda- que es uno de los mejores cronistas de habla hispana; un heredero, sino un par ya, del gran Ryszard Kapuscinski.
A Martín Caparrós le llevó una luna (un mes: el ciclo completo: llena, menguante, nueva, creciente) viajar su último libro, titulado, justamente, Una luna.
El viaje -dice el mismo Caparrós en esas páginas- fue a partir de una propuesta de la ONU (del Fondo de Población de Naciones Unidas, más exactamente) e implicaba atravesar ocho o diez países en 28 días, con un objetivo claro: "escribir sobre los que viajan de verdad: historias de migrantes"; "jóvenes cuyas vidas han sido atravesadas por la migración de alguna forma".
Lo cual, en la relación escasa cantidad de tiempo / profusión de espacios, se convirtió en un "hiperviaje" (tal el subtítulo del libro: Diario de hiperviaje): desplazarse por el mundo "como quien cliquea un link"; "tres aviones en un día", "el concepto de ciudad dormitorio"; "una luna de vuelos y corridas, zozobras varias, encuentros improbables". Mientras los migrantes (el sujeto objetivo del libro) "viajan con la esperanza de no viajar más: buscan un lugar definitivo", Caparrós no termina de llegar a un lugar que ya está yéndose hacia otro.
Caparrós va dando con las peripecias, penurias, privaciones propias de migrantes que huyen horrorizados por una realidad de su propia tierra que, a su vez, suele volvérseles más aterradora fuera de ella. Despatriados inventándose vidas, escapando de lugares para (con suerte, con mucha suerte) ser lo que querían ser antes de partir.
Así, entonces, Caparrós se cruza con Natalia en Kishinau, capital de Moldavia (el país más pobre de Europa); con Richard Allen en Liberia, en la costa occidental africana (un país donde no hay ni noticias de la luz o el agua potable); con Jadiya, descendiente de marroquíes nacido en Amsterdam; con Adama, nativo de Burkina Faso; con Freddy, un joven de El Salvador y su experiencia como pandillero con salvadoreños deportados desde Los Ángeles; con Kakenya, una kenyata residente en Pittsburgh, Pennsylvania, nacida en el seno de una tribu massai; con Edna, portadora de HIV en Zambia, país donde, se calcula, "una de cada cinco personas es seropositiva".
Y mientras, Caparrós revisita su propio pasado, recuerda su juventud girante por la Europa de los 70; entre frases y definiciones -que devienen axiomas- da con lo humano (la desmesurada, inhumana crueldad del hombre), en un ambiente que no se desprende de la inevitable condición vigente del mundo (la globalización, lo multicultural, la visión siempre occidental tan nuestra del mundo) y confirma -sin siquiera un hálito de duda- que es uno de los mejores cronistas de habla hispana; un heredero, sino un par ya, del gran Ryszard Kapuscinski.
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