Cualquier madre conoce lo difícil que resulta a menudo convertir sus hijos, niños y adolescentes, en personas capaces de comer lo que normalmente se sirve en una mesa familiar, como era el proceso común hace varias décadas. Hoy los menores solamente aceptan una lista muy acotada de comidas posibles, y no admiten la posibilidad de probar siquiera el resto. La consecuencia de que se vean así privados de lo que se conocen como “los placeres de la mesa” no es tan importante como los daños que infligen a su organismo.
Se han acostumbrado a la llamada “comida chatarra”, que es pobre en elementos realmente nutritivos y, en cambio, abundante en otros perjudiciales. Como lo detalla la nota que dedicamos recientemente al tema, hasta se ha esfumado la práctica del desayuno en la casa, con una taza de café con leche acompañada por pan tostado. Ahora el niño desayuna gaseosas, galletas, golosinas, papas fritas y chizitos. Una encuesta realizada en un colegio de esta ciudad, cuyos datos hemos publicado, ofrece un ilustrativo e inquietante cuadro de este asunto.
La ingesta de escaso poder nutriente está también facilitada por el tipo de productos que los quioscos de los establecimientos venden a los alumnos. La oferta está compuesta sólo por lo que tiene garantizada una rápida salida.
Obvio es decir que, así, brilla por su ausencia todo lo que el chico rechaza y, en cambio, está presente todo lo que le gusta. Los alumnos devoran paquetes de papas fritas y palitos, de golosinas y similares. Van adquiriendo de esa manera hábitos alimenticios que no hacen ningún favor a su cuerpo y se ponen en condiciones de tener un futuro de obesidad.
Verdad es que está vigente una ley de la provincia destinada a prevenir este problema -que es preocupación de muchos países, empezando por los Estados Unidos-, pero sucede que no ha sido reglamentada, lo que impide hasta el momento su aplicación. Sin duda sería deseable que el Poder Ejecutivo dicte el decreto reglamentario, de manera que las acertadas prescripciones que la norma contiene puedan adquirir la correspondiente efectividad.
Entretanto, nos parece que la sociedad debe asumir la alerta que nuestra nota plantea. En primer lugar, en los hogares. No está de más recordar que una parte significativa de la educación casera es la que se refiere al alimento. Cualquier progenitor sabe que, de entrada, los chicos se niegan a la comida sana; pero es su deber presionar para que empiecen a acostumbrarse a consumirla. Y así logrará que, en una gran mayoría de casos, terminen por considerarla agradable. No es posible que algo tan importante como la nutrición esté librado totalmente al mero capricho del niño.
En segundo lugar, en la escuela. Corresponde a las autoridades educativas tomar las medidas para que la oferta de comidas en los establecimientos no contribuya a las fallas de nutrición, sino todo lo contrario. Ultimamente, educar es eso: indicar algunas direcciones como positivas y marcar otras como negativas.
Como decía Juan B. Terán en su libro “Espiritualizar nuestra escuela”, el educador ha de partir de la naturaleza del niño e interpretar sus secretos, “pero no para servirlos pasivamente, sino para orientarlos”, ya que en ese “vivero de virtualidades, no todas han de ser abonadas ni cultivadas”.
En suma, se trata de un asunto que merece recibir una mayor dosis de atención que la escasa o nula que se le ha otorgado hasta el presente. Nadie puede discutir la trascendencia que reviste dotar a nuestra juventud de los hábitos alimentarios convenientes y desterrar los que no lo son.