05 Febrero 2009
El lunes pasado, el diputado nacional Alejandro Rossi, jefe de la bancada del Frente de la Victoria, fue agredido por ruralistas cuando visitaba la localidad santafesina de Laguna Paiva. Un grupo se reunió para insultarlo, a tiempo que le arrojaban huevos, tomates y otros elementos. Su auto sufrió también daños diversos en ese incidente, sobre el cual dimos amplia información. La Federación Agraria Argentina, en un comunicado, declaró que repudiaba toda forma de violencia, pero afirmó que las actitudes de esa índole eran reacciones al maltrato que los productores recibían por parte del Gobierno nacional.
Ayer, en esta columna, a propósito de la censura oficial aplicada al programa "Puntos de vista" de Nelson Castro, subrayamos que el clima de democracia en el que nos jactamos de vivir, presupone la expresión libre del más amplio arco de opiniones, y la mantención, a todo trance, del respeto al disenso. Es una condición suprema de la vida republicana, y lo que la diferencia tajantemente de los sistemas autoritarios. Pero, si de parte del poder, la censura al programa de Castro vulnera la democracia, la agresión a Rossi, de parte de los ruralistas, posee un carácter idénticamente reprobable.
No es la primera vez que nos referimos con tono negativo a esta modalidad de los "escraches". Como se sabe, así designa el lenguaje popular las manifestaciones callejeras de descontento por la actitud de algún funcionario o político, realizadas frente a su despacho o ante su casa particular, y que se expresan por medio de injurias y de agresiones contra personas y bienes.
Pareciera innecesario decir que, sin que se entre a valorar su significado, tales actitudes resultan absolutamente repudiables dentro de un régimen de democracia. Esto aparte del peligro intrínseco que contienen, ya que nadie es capaz de predecir los extremos que podrían alcanzar actos agresivos desarrollados por grupos a quienes domina el enojo.
En una nación civilizada, todo ciudadano puede ejercer su derecho a la protesta, ante situaciones o medidas que considera lesivas de sus intereses o de sus ideas. A diario se advierte que tal derecho es ejercido en plenitud en nuestro país, aun cuando en ocasiones llegue a adquirir demasiada vehemencia. Pero otra cosa es que la protesta y el repudio salten ese marco insoslayable que deben tener, y que está constituido por las normas que rigen la convivencia pacífica y razonable del cuerpo social. Atacar e injuriar a las personas, dañar sus casas o sus bienes, es algo que no puede admitirse bajo ningún punto de vista.
Conviene tener en cuenta estos principios, sin duda básicos y de sobra conocidos. Poseemos una experiencia más que aleccionadora acerca del ningún valor germinativo que tiene la violencia, ya que sólo es capaz de engendrar mayores dosis de lo mismo. Vivir en democracia significa creer en la instancia civilizada del diálogo, y utilizar las múltiples vías que la ley ofrece para obtener cambios y correcciones de rumbo. Los "escraches" constituyen una lamentable regresión. Apelan a los costados más primitivos y riesgosos de los impulsos humanos, y significan un desprecio tanto hacia las personas como hacia los mecanismos e instituciones de esa democracia que decimos practicar. Esto además de desacreditar de raíz los objetivos que proclaman los agresores. Sería deseable que semejante modalidad desaparezca para siempre y con urgencia de la vida nacional. No hace ningún favor, sino todo lo contrario, a la vigencia del clima de respeto mutuo, que todo ciudadano consciente y civilizado se siente en el deber de respetar.
Ayer, en esta columna, a propósito de la censura oficial aplicada al programa "Puntos de vista" de Nelson Castro, subrayamos que el clima de democracia en el que nos jactamos de vivir, presupone la expresión libre del más amplio arco de opiniones, y la mantención, a todo trance, del respeto al disenso. Es una condición suprema de la vida republicana, y lo que la diferencia tajantemente de los sistemas autoritarios. Pero, si de parte del poder, la censura al programa de Castro vulnera la democracia, la agresión a Rossi, de parte de los ruralistas, posee un carácter idénticamente reprobable.
No es la primera vez que nos referimos con tono negativo a esta modalidad de los "escraches". Como se sabe, así designa el lenguaje popular las manifestaciones callejeras de descontento por la actitud de algún funcionario o político, realizadas frente a su despacho o ante su casa particular, y que se expresan por medio de injurias y de agresiones contra personas y bienes.
Pareciera innecesario decir que, sin que se entre a valorar su significado, tales actitudes resultan absolutamente repudiables dentro de un régimen de democracia. Esto aparte del peligro intrínseco que contienen, ya que nadie es capaz de predecir los extremos que podrían alcanzar actos agresivos desarrollados por grupos a quienes domina el enojo.
En una nación civilizada, todo ciudadano puede ejercer su derecho a la protesta, ante situaciones o medidas que considera lesivas de sus intereses o de sus ideas. A diario se advierte que tal derecho es ejercido en plenitud en nuestro país, aun cuando en ocasiones llegue a adquirir demasiada vehemencia. Pero otra cosa es que la protesta y el repudio salten ese marco insoslayable que deben tener, y que está constituido por las normas que rigen la convivencia pacífica y razonable del cuerpo social. Atacar e injuriar a las personas, dañar sus casas o sus bienes, es algo que no puede admitirse bajo ningún punto de vista.
Conviene tener en cuenta estos principios, sin duda básicos y de sobra conocidos. Poseemos una experiencia más que aleccionadora acerca del ningún valor germinativo que tiene la violencia, ya que sólo es capaz de engendrar mayores dosis de lo mismo. Vivir en democracia significa creer en la instancia civilizada del diálogo, y utilizar las múltiples vías que la ley ofrece para obtener cambios y correcciones de rumbo. Los "escraches" constituyen una lamentable regresión. Apelan a los costados más primitivos y riesgosos de los impulsos humanos, y significan un desprecio tanto hacia las personas como hacia los mecanismos e instituciones de esa democracia que decimos practicar. Esto además de desacreditar de raíz los objetivos que proclaman los agresores. Sería deseable que semejante modalidad desaparezca para siempre y con urgencia de la vida nacional. No hace ningún favor, sino todo lo contrario, a la vigencia del clima de respeto mutuo, que todo ciudadano consciente y civilizado se siente en el deber de respetar.