25 Mayo 2008
Googlear o no, esa no es la cuestión
Los adelantos tecnológicos se incorporan a nuestra cultura e influyen sobre todos los aspectos de nuestra vida. Por Juan Carlos di Lullo - Redacción LA GACETA.
Un profesor universitario relataba azorado el diálogo que mantuvo hace pocos días con un alumno, que le preguntó cómo podía encontrar un tema determinado dentro de la bibliografía que se le había recomendado; el estudiante, habituado a googlear (buscar en internet con la ayuda del motor Google), pedía instrucciones para hallar los contenidos que necesitaba sin la ayuda de un buscador electrónico. El veterano profesor se las vio en figurillas para explicar el procedimiento sin caer en detalles que pudieran ofender la inteligencia del discípulo y, al mismo tiempo, ser lo suficientemente didáctico como para disipar las dudas del joven.
Los adelantos tecnológicos se incorporan a nuestra cultura de manera tan imperceptible como implacable. Influyen sobre todos los aspectos de nuestra vida y pasan a formar parte de nuestra realidad cotidiana con absoluta naturalidad.
A principios del siglo XX, las amas de casa empezaban a partir la leña con las primeras luces del día; luego encendían el fuego para calentar las “cocinas económicas” en las que a media mañana ponían a hervir el agua en grandes ollas, lo que les permitía cocinar y servir el almuerzo a mediodía. Parece ficción en este mundo de cocinas programables y de hornos a microondas.
Tenemos una fuerte tendencia a considerar natural el estado de la tecnología con el que fuimos educados; para un tucumano de las primeras décadas del siglo XX asistir a una proyección de cine era un hecho totalmente novedoso; para los que nos criamos en la segunda mitad de la centuria, era de un programa habitual.
La costumbre de leer, saludablemente difundida en los últimos siglos, recibió un impulso decisivo a partir de la invención de la imprenta de tipos móviles; los libros se abarataron y las ediciones económicas se pusieron al alcance de un número cada vez mayor de interesados. Antes, el acceso a un ejemplar copiado a mano y encuadernado artesanalmente era un privilegio de pocos. Más atrás en el tiempo, cuando ni siquiera el papel y la tinta eran fáciles de conseguir, la escritura y la lectura eran habilidades poco menos que desconocidas.
La era digital produjo notables cambios en la manera de relacionarse entre las personas y también en el acceso a la información. Un reciente estudio realizado en España revela que ha aumentado en casi siete puntos el porcentaje de lectores que se informa a través de medios on line, y que alcanza el 10 % el total de los que leen noticias sólo a través de la red; la preferencia se explica por la actualización constante de la información, que un diario de papel no consigue, y porque es fácil hallar los temas que interesan.
Otro estudio, realizado sobre más de 20.000 jóvenes de siete países de América Latina, revela que el 42% de los niños de 11 años prefieren internet a la televisión, y que el 70% de los jóvenes de entre 10 y 14 años navegan por la red sin necesidad de ayuda.
Para todos ellos, googlear es absolutamente natural; y les será de gran utilidad si suman (y no sustituyen) esa habilidad a la de consultar con eficiencia la bibliografía impresa. Y si lo que ofende es el neologismo, recordemos que “telegrafiar” era un verbo desconocido antes de que se popularizara el invento de Samuel Morse, y que “telefonear” era un vocablo inexistente en los días previos a la revolución propiciada por Alexander Graham Bell.
Los adelantos tecnológicos se incorporan a nuestra cultura de manera tan imperceptible como implacable. Influyen sobre todos los aspectos de nuestra vida y pasan a formar parte de nuestra realidad cotidiana con absoluta naturalidad.
A principios del siglo XX, las amas de casa empezaban a partir la leña con las primeras luces del día; luego encendían el fuego para calentar las “cocinas económicas” en las que a media mañana ponían a hervir el agua en grandes ollas, lo que les permitía cocinar y servir el almuerzo a mediodía. Parece ficción en este mundo de cocinas programables y de hornos a microondas.
Tenemos una fuerte tendencia a considerar natural el estado de la tecnología con el que fuimos educados; para un tucumano de las primeras décadas del siglo XX asistir a una proyección de cine era un hecho totalmente novedoso; para los que nos criamos en la segunda mitad de la centuria, era de un programa habitual.
La costumbre de leer, saludablemente difundida en los últimos siglos, recibió un impulso decisivo a partir de la invención de la imprenta de tipos móviles; los libros se abarataron y las ediciones económicas se pusieron al alcance de un número cada vez mayor de interesados. Antes, el acceso a un ejemplar copiado a mano y encuadernado artesanalmente era un privilegio de pocos. Más atrás en el tiempo, cuando ni siquiera el papel y la tinta eran fáciles de conseguir, la escritura y la lectura eran habilidades poco menos que desconocidas.
La era digital produjo notables cambios en la manera de relacionarse entre las personas y también en el acceso a la información. Un reciente estudio realizado en España revela que ha aumentado en casi siete puntos el porcentaje de lectores que se informa a través de medios on line, y que alcanza el 10 % el total de los que leen noticias sólo a través de la red; la preferencia se explica por la actualización constante de la información, que un diario de papel no consigue, y porque es fácil hallar los temas que interesan.
Otro estudio, realizado sobre más de 20.000 jóvenes de siete países de América Latina, revela que el 42% de los niños de 11 años prefieren internet a la televisión, y que el 70% de los jóvenes de entre 10 y 14 años navegan por la red sin necesidad de ayuda.
Para todos ellos, googlear es absolutamente natural; y les será de gran utilidad si suman (y no sustituyen) esa habilidad a la de consultar con eficiencia la bibliografía impresa. Y si lo que ofende es el neologismo, recordemos que “telegrafiar” era un verbo desconocido antes de que se popularizara el invento de Samuel Morse, y que “telefonear” era un vocablo inexistente en los días previos a la revolución propiciada por Alexander Graham Bell.
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