04 Marzo 2008
FACHADA HISTORICA. El local cambiará de rubro y de fisonomía. LA GACETA / FOTOS DE INES QUINTEROS ORIO
“Te acordás hermano, qué tiempos aquellos...”. Manuel Romero compuso este tango en 1926, y Francisco Canaro se encargó de ponerle la música al inolvidable “Tiempos Viejos”. Quizás no todos sepan cuándo nació “El Molino”, pero nadie puede olvidar cuándo conoció su segundo hogar. La catedral del billar cerró ayer sus puertas, dejando a todos sus parroquianos huérfanos de hogar.
“Eran todos hombres, más hombres los nuestros... ”
La mirada sobre el taco, el mingo apuntando hacia su objetivo, esperando ser dirigido con la maestría del jugador empuja a la bola roja, tal vez, hacia su última morada.
“Era de don Andrés Docampo; después pasó a manos de los hermanos Vidal”, rememora Rubén Orqueda, de 68 años, mientras comparte un snooker junto a sus amigos de toda la vida. Apoyados en la baranda de una mesa contigua, Víctor Herrera (82) y Antonio Zárate (75), los clientes más viejos del lugar, aportan otros datos. “En 1948, esto ya era ‘El Molino’; donde está la barra, tocaba la orquesta típica de señoritas; todas eran mujeres. Había cuatro bandoneones, cuatro violines, un contrabajo, un piano y la cantante, por supuesto”, comentó Herrera.
“No se conocía coca ni morfina...”
Nadie podrá explicar los rostros compungidos de los “muchachos” que se esconden, como el mingo ante un “poncho” bien colocado. “El Molino es un lugar de encuentro; no sólo veníamos a jugar, también a compartir con los amigos. Es la segunda casa, una clínica terapéutica. Aquí no existen las diferencias sociales; la amistad de café es lo más profundo que hay”, explicó Luis Zelaya (61).
Cerca de la barra, Santiago, Eduardo, Ricardo y Obeid concentran las pupilas en los puntos negros de las fichas del dominó. “El Molino es la segunda casa, donde podés hablar y recordar otros tiempos. Es más que una mujer”, dijo uno, mientras hacía su jugada.
“Los muchachos de antes no usaban gomina...”
Antonio nunca olvidará esa tarde en que, a los 12 años, cruzó las puertas del gigante. “Desde ese día, no dejé de venir nunca más. Me piraba del colegio para venir a jugar. Siento una tristeza profunda al saber que la catedral del billar, cerrará sus puertas”, comentó con voz de melancólica.
“¿Dónde están los muchachos de entonces?/Barra antigua de ayer, ¿Dónde están?/Yo y vos solo quedamos, hermano;/yo y vos sólo para recordar...”
Tal vez el concepto apropiado para este momento, lo aportó Héctor Nieva (64): “es como si hubiera muerto el abuelo que supo aglutinar a toda la familia a su alrededor”.
Ayer, ellos y otros clientes fueron notificados de que debían retirar sus tacos de los gabinetes en que fueron guardados durante años. A las 22.43 de ayer se despachó el último pedido: un sándwich de ternera en pan negro, y una cerveza helada.
Sobre la barra, las agujas del viejo reloj ya no quieren volver a girar. Después de todo, en “El Molino”, el tiempo dejó de existir.
“Eran todos hombres, más hombres los nuestros... ”
La mirada sobre el taco, el mingo apuntando hacia su objetivo, esperando ser dirigido con la maestría del jugador empuja a la bola roja, tal vez, hacia su última morada.
“Era de don Andrés Docampo; después pasó a manos de los hermanos Vidal”, rememora Rubén Orqueda, de 68 años, mientras comparte un snooker junto a sus amigos de toda la vida. Apoyados en la baranda de una mesa contigua, Víctor Herrera (82) y Antonio Zárate (75), los clientes más viejos del lugar, aportan otros datos. “En 1948, esto ya era ‘El Molino’; donde está la barra, tocaba la orquesta típica de señoritas; todas eran mujeres. Había cuatro bandoneones, cuatro violines, un contrabajo, un piano y la cantante, por supuesto”, comentó Herrera.
“No se conocía coca ni morfina...”
Nadie podrá explicar los rostros compungidos de los “muchachos” que se esconden, como el mingo ante un “poncho” bien colocado. “El Molino es un lugar de encuentro; no sólo veníamos a jugar, también a compartir con los amigos. Es la segunda casa, una clínica terapéutica. Aquí no existen las diferencias sociales; la amistad de café es lo más profundo que hay”, explicó Luis Zelaya (61).
Cerca de la barra, Santiago, Eduardo, Ricardo y Obeid concentran las pupilas en los puntos negros de las fichas del dominó. “El Molino es la segunda casa, donde podés hablar y recordar otros tiempos. Es más que una mujer”, dijo uno, mientras hacía su jugada.
“Los muchachos de antes no usaban gomina...”
Antonio nunca olvidará esa tarde en que, a los 12 años, cruzó las puertas del gigante. “Desde ese día, no dejé de venir nunca más. Me piraba del colegio para venir a jugar. Siento una tristeza profunda al saber que la catedral del billar, cerrará sus puertas”, comentó con voz de melancólica.
“¿Dónde están los muchachos de entonces?/Barra antigua de ayer, ¿Dónde están?/Yo y vos solo quedamos, hermano;/yo y vos sólo para recordar...”
Tal vez el concepto apropiado para este momento, lo aportó Héctor Nieva (64): “es como si hubiera muerto el abuelo que supo aglutinar a toda la familia a su alrededor”.
Ayer, ellos y otros clientes fueron notificados de que debían retirar sus tacos de los gabinetes en que fueron guardados durante años. A las 22.43 de ayer se despachó el último pedido: un sándwich de ternera en pan negro, y una cerveza helada.
Sobre la barra, las agujas del viejo reloj ya no quieren volver a girar. Después de todo, en “El Molino”, el tiempo dejó de existir.