11 Febrero 2008
Teófilo Castillo, artista inolvidable
Juan Heller elogió al gran pintor peruano que murió en Tucumán. Por Carlos Páez de la Torre - Redacción LA GACETA.
TEOFILO CASTILLO. En el “atelier” de Tucumán y junto a uno de sus cuadros, aparece el pintor, en una fotografía tomada hacia 1921. LA GACETA
Teófilo Castillo (1857-1922) fue un pintor peruano de muy distinguida trayectoria en su tierra, que pasó los últimos años en Tucumán. A su muerte, el doctor Juan Heller publicó, en "El Orden", una semblanza por demás reveladora de este artista. "Pocas veces he admirado una naturaleza más inquieta y devorada por el ansia espiritual", escribió. Recién llegado, el "nervioso y ágil" Castillo se vinculó de inmediato a la cultura de la ciudad. "El mismo, sin presentaciones ni tarjetas, fue en busca de las gentes, acercándose a todas aquellas que por sus antecedentes o figuración intelectuales podían alternar ciertos encuentros de conversación selecta e interesante".
Su espíritu "rebosaba de contento cuando había encontrado un sentimiento noble, una idea elevada, o siquiera un ideal o un propósito de perfeccionamiento". Pero solamente el arte podía apaciguar su vida interior, siempre "inquieta y febril".
Narra Heller que "la magnífica lumbre solar de nuestro invierno renovó en sus pupilas amortiguadas un brillo juvenil que le hizo descubrir, por calles y arrabales, aspectos interesantes y artísticos de nuestra ciudad". Y así "pintó, como de paso aunque hermosamente, patios musgosos, portales antiguos, muros añejos, tarcos y arrayanes florecidos". En los últimos tiempos, inició trabajos de "composición histórica, que eran de su predilección; pero la enfermedad había comenzado ya a remachar en sus miembros los grilletes de su servidumbre".
Fue Castillo "un gran señor, un gran artista, un gran hombre", afirmaba Heller. Pero era consciente de que "muy poco representa todo esto para el común de la gente, que considera el arte como cosa inútil, dispendiosa y malsana, sueño y fantasía, cosa extraterrena y vaga que desvía a los hombres de la actividad mercantil, política o científica, que por sí solas ni unidas, tampoco acarrean ninguna felicidad ni personal ni colectiva. Tal vez sea más necesario que aquellas, porque no es más que el lenguaje y la expresión del amor; y al cultivar el espíritu y sublimar el sentimiento, acaso nos haga más capaces de cultura, más ávidos de verdad, más insaciables de perfeccionamiento".
Su espíritu "rebosaba de contento cuando había encontrado un sentimiento noble, una idea elevada, o siquiera un ideal o un propósito de perfeccionamiento". Pero solamente el arte podía apaciguar su vida interior, siempre "inquieta y febril".
Narra Heller que "la magnífica lumbre solar de nuestro invierno renovó en sus pupilas amortiguadas un brillo juvenil que le hizo descubrir, por calles y arrabales, aspectos interesantes y artísticos de nuestra ciudad". Y así "pintó, como de paso aunque hermosamente, patios musgosos, portales antiguos, muros añejos, tarcos y arrayanes florecidos". En los últimos tiempos, inició trabajos de "composición histórica, que eran de su predilección; pero la enfermedad había comenzado ya a remachar en sus miembros los grilletes de su servidumbre".
Fue Castillo "un gran señor, un gran artista, un gran hombre", afirmaba Heller. Pero era consciente de que "muy poco representa todo esto para el común de la gente, que considera el arte como cosa inútil, dispendiosa y malsana, sueño y fantasía, cosa extraterrena y vaga que desvía a los hombres de la actividad mercantil, política o científica, que por sí solas ni unidas, tampoco acarrean ninguna felicidad ni personal ni colectiva. Tal vez sea más necesario que aquellas, porque no es más que el lenguaje y la expresión del amor; y al cultivar el espíritu y sublimar el sentimiento, acaso nos haga más capaces de cultura, más ávidos de verdad, más insaciables de perfeccionamiento".
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