Algunos apuntes sobre mi madre
Por Marcelo Damiani, para LA GACETA - Buenos Aires. El reconocido novelista evoca la figura de su madre, a cinco años de su muerte. El dolor de que no llegara a conocer a la nieta a quien siempre quiso mimar. Y el sueño de que su hijo escribiera, acerca de ella, el relato que escribe aquí.
Me acuerdo, antes que nada, de sus manos. Estábamos sentados en el jardín de casa. Yo tendría tres o cuatro años, y ella, por supuesto, estaba tejiendo. Sus dedos rugosos se movían de un lado a otro, dirigiendo el hilo entre las agujas con una precisión y una velocidad sorprendentes. Pero, además, mientras el rollo de lana rodaba por el pasto, ella me contaba otro capítulo de la historia familiar. Yo no podía prestar atención a sus palabras porque el movimiento de sus manos era demasiado cautivante.
Recuerdo que acercaba mi cabeza a la zona donde el hilo era embestido por las agujas, todo controlado hábilmente por sus dedos, para ver si así podía comprender mejor qué era lo que estaba pasando. No podía entender cómo las agujas y el hilo no se enredaban en un nudo imposible de desatar. No entendía cómo el hilo poco a poco iba tomando la forma de una bufanda para el invierno que ya se adivinaba en la ventisca vespertina. No podía seguir el hilo de la historia. Estaba, literalmente, subyugado, y podría haberme quedado ahí toda la vida.
Ella nació en Taco Ralo, era la quinta hija de Emiliano Gómez y Angélica Esther Miau. Su nombre, Nelly, fue rápidamente suplantado por un apodo capilar: Mocha. Era curioso que mocho aludiera a algo que le falta la punta, cuando en realidad a ella no parecía faltarle nada; es más, le decían Mocha no porque le faltara algo sino porque lo tenía: esos incontrolables rulos castaños que sus hermanas envidiaban. Le gustaba contar, quizá inspirada en una foto que aún conservo, que se pasó sus primeros años de vida sentada en los rincones de la gran casa familiar, contemplando el movimiento frenético de los adultos, escondida detrás de sus rulos para pasar inadvertida. Fue Beatriz, una de las hermanas de Emiliano, que había perdido a su única hija en un accidente, la que reparó en la pequeña Mocha, acurrucada sobre sí misma, hecha un ovillo humano, y la nena no pudo dejar de apreciar la exclusividad de esa mirada. El resto fue simple. Mocha sufría de una leve afección respiratoria y cuando alguien sugirió que un cambio de aire no le vendría nada mal, todos accedieron a que Beatriz se la llevara por un tiempo a su casa de Córdoba. Así, naturalmente, ella se convirtió en la nueva hija de Beatriz.
Algunos años más tarde el marido de mi (tía) abuela murió de improviso y ellas tuvieron que reorganizar su vida por completo. Al principio alquilaron algunas habitaciones de la casa, después cocinaron para los estudiantes, vendieron lo que se podía vender, agotaron sus ahorros, pasaron un poco de hambre, hasta que al final tuvieron que volver a Tucumán. El relato de las penurias vividas en esa época me hizo pensar que ella era como una heroína de un libro que quizá algún día yo mismo podría escribir. Contar su vida en tercera persona, como si fuera una de esas grandes novelas decimonónicas, empezando por sus antepasados franceses y españoles, relatando como al pasar la historia de nuestra intrincada familia tucumana, deteniéndome especialmente en sus aventuras cordobesas. Con el tono divertido con que ella contaba sus altas y bajas en la escala social, siempre con una sonrisa. El centro de la trama, por supuesto, giraría en torno a su lucha, a sus largas caminatas en busca de trabajo, a su costumbre de mirar el piso por si ahí había alguna moneda que pudiera llenar sus bolsillos o su estómago, a esos tiempos difíciles que le tocó vivir, como a toda mujer. Y quizá terminar en la clínica Chutro de Córdoba, con ella sonriente, feliz, mirando ese bebé hambriento y de ojos claros que con el tiempo llegaría a ser yo, y pensando sin palabras que ojalá algún día su hijo escribiera esta historia.
Cuando murió su madre, Doña Angélica, mi última abuela, a los 92 años, me acordé de que mi (tía) abuela Beatriz había sido la primera persona muerta que vi en mi vida. Recordé su cuerpo inerte, con los ojos cerrados, pasando frente a mí en una camilla. Vi cuando la bajaron de la ambulancia y se la veía en paz, tranquila. Si no hubiera sabido que estaba muerta, hubiera jurado que estaba durmiendo. Recién ahora me doy cuenta de lo difícil que debe haber sido para ella tener que soportar la muerte no de una, sino de dos madres. Recién ahora me doy cuenta de la obvia razón por la que me apego a estos bocetos de historias, como si su voz apenas pudiera dirigir mis manos mientras escriben, intentando prolongar este último rito que llevamos a cabo juntos, hilando palabra tras palabra, tejiendo frase tras frase como ella solía tejer nuestra ropa, abrigándonos mutuamente en la naturalidad de nuestro gesto.
Sé que lo único que la mantenía viva luego de la muerte de mi padre era el deseo de conocer, acariciar, acurrucar a ese bebé aún inexistente que iba a ser su primera nieta. Se la pasaba haciendo planes para ella, tejiéndole ropita, lamentado en silencio que mi padre no iba a malcriarla. Pero esa esperanza -su vida- se esfumó tres semanas antes de que Camila naciera. Me niego a recordar los pormenores, los trámites, la peor escoria que sale a la luz en este tipo de situaciones. Prefiero pensar que durante esos miserables 20 días me miraba mucho al espejo, para tratar de reconocerme en esos ojos inyectados en sangre que me perseguían como un animal malherido. Luego, cuando nació Camila, cuando su nombre divino, como por arte de magia, se materializó en mis brazos, empecé a escudriñar su rostro en busca de alguna señal, con la esperanza de que mi férrea voluntad de encontrarla fuera recompensada. Poco a poco, su sonrisa siempre lista, siempre dispuesta, incluso cuando dormía, como previendo mis morisquetas tristes, me convencieron de que ahí anidaba su espíritu, su mirada, su entusiasmo, mi propio deseo luminoso de que las cosas fueran de otra manera.
Ella, tal vez huelga aclararlo, creía en Dios; creía en el cielo, creía en el alma eterna, creía en la salvación. Siempre trató de transmitirnos esa creencia y yo pensé que había fallado con mi hermana más de lo que había fallado conmigo, ya que a veces todavía tengo dudas; dudo si no debería creer, dudo si no seré un creyente inconsciente, dudo sobre lo que creo o lo que debería creer. Pero el otro día, cuando fuimos al cementerio de nuevo, para reafirmar el ritual que iniciamos cuando ella era apenas un bebé, me sorprendí al ver el respeto que Camila tenía por los santos que la gente suele poner sobre las lápidas de las tumbas, y mientras nosotros le decíamos que saludara a sus abuelos y ella miraba hacia arriba como si debiera buscar a personas reales, noté que también tocaba la cruz como yo lo hacía, acaso un simple gesto de imitación infantil de la actitud del tío, como si así pudiera estar un poco más cerca de esa abuela que nunca había conocido, pero que de alguna manera empezaba a sentir que iba a conocer por medio de nuestros relatos; o tal vez de la fe que poníamos en ellos.
El 3 de enero cumplí 37 años; mi padre hubiera cumplido 74; 37 años atrás ella le había dado como regalo de cumpleaños a su primer hijo: yo. Yo, ahora, tenía la misma edad que él cuando se convirtió en padre. Yo, ahora, era huérfano de padre y madre, y el único regalo que recibí por mi cumpleaños fue el de mi hermana: un reloj. Ella, antes de entrar a operarse, me dio su reloj para que se lo cuidara, y nunca se lo pude devolver. Aún hoy lo conservo; aún hoy lo cuido. Al parecer, con el tiempo, me he convertido en una suerte de doble de ese antepasado francés que había venido de Toulouse y que tenía una fascinación suiza por los relojes. Se contaba que una de sus más preciadas posesiones era un baúl repleto de los más variados tipos de relojes. Al final de su vida había perdido la vista de tanto mirarlos, seguramente mientras trataba de mantenerlos funcionando, como un último resquicio de cordura temporal. Si ellos seguían andando, si él podía hacer que sus pequeñas agujas no dejaran de dibujar círculos, tal vez aún había esperanza, tal vez aún era posible que la vida no se detuviera para siempre.
Hoy, cuando se cumplen cinco años de que ella ya no está, Camila quiere ir al cementerio a dejarle flores. Así que ahí vamos los tres, bajo el duro sol de enero, para reafirmar nuestra creencia en el rito. Me acuerdo de que una de las primeras veces que vinimos a Camila le encantó. Corría por los pasillos, se acostaba en las tumbas, metía la mano en los floreros llenos de agua sucia, y se moría de risa. Yo le contaba que ahí estaba la abuela, y ella me miraba confundida, frunciendo el ceño, tratando de comprender, acaso percibiendo mi voz temblorosa y el tono serio de mis palabras. Ahora nuestra rutina nos lleva primero a la tumba del abuelo. La arreglamos un poco, la limpiamos, le ponemos flores nuevas, le contamos algunas novedades y, finalmente, nos despedimos. Luego empezamos la lenta marcha hasta la de ella; Camila ya casi se sabe el camino de memoria. Cuando llegamos, ella es la primera en organizar la limpieza, el recambio de flores y la búsqueda de agua fresca. Mi hermana y yo, me doy cuenta, ponemos todo nuestro empeño para que la situación sea lo más natural y amena posible. Pero el peor momento llega tarde o temprano. Es cuando ya no hay nada que hacer. A mi hermana, detrás de los lentes oscuros, le empiezan a brillar los ojos, mientras yo trato de escuchar el sonido del viento, y miro a Camila. Ella está apoyando los deditos de su mano derecha sobre la cruz, como acariciando las arrugas que el tiempo le ha infringido a la madera, y con esa media sonrisa que ha heredado de su abuela, levanta poco a poco la cabeza, y lentamente, muy lentamente, su mirada empieza a buscar el cielo.© LA GACETA