No es un gran consuelo, pero al menos sé que voy a entrar en la muerte sin desgarros, tan liviana como las hojas secas de la encina que se van con el viento y nunca más aparecen.(Kaufmann, La hermana, p. 220)
Decía Edgar Allan Poe (1809-1849), desde el plenilunio romántico que su época dictaba y su particular sensibilidad potenciaba, que el tono más válido para la poesía era el de la melancolía, y el mejor tema, "la muerte de una mujer hermosa". Ya no compartimos tal aseveración en su sentido literal: nadie le negará al poema su capacidad de expresar muchas otras cosas aparte de la melancolía por la muerte de la belleza. Sin embargo, captando la esencia de ese aserto, vemos que Poe apuntaba a esa honda sensación de desperdicio que queda tras la partida final de una persona joven. Y en el caso que motiva esta nota, una persona no sólo físicamente agraciada, vivaz y llena de sentido del humor, sino dotada de una inteligencia y una capacidad de trabajo que permitía prever un futuro de logros valiosos, reedición de los que ya venía alcanzando.Paola Kaufmann -Yannielli Kaufmann, en realidad, pero para la literatura usó el apellido de su madre, a quien Paola perdió a los cinco años- nació en General Roca, Río Negro, el 8 de marzo de 1969. Doctora en Neurobiología, investigadora del Conicet sobre los ritmos circadianos, cumplió con éxito cursos posdoctorales en EE.UU. mientras protagonizaba una carrera literaria jalonada de éxitos. Un libro de relatos primero, en 2000, El campo de golf del diablo, gana el Premio del Fondo Nacional de las Artes. En 2003 obtiene el prestigioso premio cubano Casa de las Américas con un tema que habla de la ecuanimidad del jurado, ya que La hermana -tal el título de la novela- ficcionaliza la vida de una poeta yanqui, Emily Dickinson. Y en 2005, de regreso en la Argentina, recibe el premio Planeta por El lago, relato ubicado en los años 20, pero que metaforiza nuestro pasado reciente en la búsqueda de un monstruo en el lago Nahuel Huapi.
Kaufmann fue nota de tapa en la revista Nueva del 3 de marzo de 2003. Esa entrevista de María Eugenia Ludueña a raíz del premio Casa de las Américas fue lo que me llevó a La hermana, primero disfrutándola como simple lectora, y luego explorando en ella el papel de la memoria y la forma como la autora tematiza en el texto las ideas cruciales de la poesía de Dickinson. Hablé con Paola por teléfono para consultarle si el poema que en la novela se le atribuye a Lavinia Dickinson, hermana de Emily, había sido realmente escrito por Lavinia, y me sacó de la duda con cordialidad y sencillez.
A los catorce años ya Paola recibía una edición del Martín Fierro como premio en un concurso de cuentos. Y aunque hizo de la ciencia su carrera universitaria, ahí estaba la literatura a su disposición: "Mi modo natural de comunicación es escribir; lo fue y lo será hasta que me muera", le dijo a Ludueña. Y supo perseverar en las letras, mientras su vocación científica la llevaba por laboratorios, experimentos, rigurosas observaciones y prolijos informes.
Cuatro años -entre los veintiséis y los treinta- asistió al taller literario del consagrado escritor Abelardo Castillo. Con él y su esposa, la escritora Sylvia Iparraguirre, mantuvo una amistad entrañable. Recuerdos de esta relación por parte de un conmovido Castillo pintan la calidez de Paola como ser humano, así como su brillo intelectual: "Esta era su otra casa; venía con mucha frecuencia...", dice Castillo con una vibración en la voz que no proviene de la comunicación telefónica. Y, tras ponderar su calidad humana, agrega: "...veíamos películas como King Kong... le fascinaban los monstruos, como Nahuelito, del que se habla en El lago". Y prosigue: "En los años en que vivió en Estados Unidos, mantuvimos una desopilante correspondencia por internet. Paola tenía una relación asombrosa con el lenguaje... hubo una carta en latín que escribió sin saber latín, y creó además un personaje, Laszla Scriversalo, una húngara que me consideraba su alma gemela... y yo le respondía bajo el disfraz de un supuesto secretario mío, italiano él." Y el maestro Castillo reafirma su admiración diciendo: "Parecía como si la literatura se hubiera enamorado de ella".
No puedo opinar sobre cuánto de su "hemisferio izquierdo", el que, según dicen, rige la imaginación y la intuición, habrá influido en su tarea científica -tal vez fuera audaz en sus hipótesis-, pero se puede advertir que el rigor científico de su profesión permeó su investigación sobre hechos reales. Con esas bases sólidas trabajaba libremente con personajes y circunstancias que la parte lúdica de su mente pugnaba por plasmar en la ficción narrativa.
Con espíritu democrático, la enfermedad y la muerte no discriminan a favor de la aristocracia del talento ni de la juventud, y troncharon en pocos meses esa vida que comenzaba a florecer en realizaciones significativas.
Como una metáfora postrera, llena de esa ironía fina que cultivaba Emily Dickinson y que Edgar Allan Poe hubiera apreciado, el equinoccio de primavera en nuestro país tuvo lugar este año 2006 justamente el 23 de setiembre, fecha en que Paola Kaufmann, a los 37 años, dejó un silencio en la literatura argentina. (c) LA GACETA