A simple vista, El oficio de sobrevivir parece una novela de sesgo bizarro, más no bizarro entendido en sus acepciones originarias, las que homologa el diccionario de la Real Academia Española (valiente, generoso, lúcido, espléndido...) sino más bien en la vertiente noventista, que vincula lo bizarro con lo exótico, con lo disparatado, con lo inclasificable, en fin, con todo aquello susceptible de plasmarse por las afueras de este o aquel canon. Qué decir del tramo inicial, el de "Paraíso perdido", y esa curiosa competencia de probables genios ajedrecísticos que hacen del juego de los trebejos la medida de todas las cosas o, en todo caso, la medida de analogías variopintas, con la filosofía, con la literatura, con la estética, con la erótica ("el ajedrez es un juego erótico. Todo consiste en poner horizontal a la reina").
Pero no, incluso despojada de su sentido eventualmente peyorativo, la palabra "bizarro" no se corresponde con un texto, como el de Marcelo Damiani (Córdoba, 1969), cuyos crescendos ponen cada cosa en su lugar y a cada lector en una gozosa sintonía. Conforme avanza el relato, se vuelven nítidos y expansivos un grupo de personajes que buscan su cauce o, mejor, sus pequeñas o grandes parcelas de realización, cual si fueran máquinas adiestradas sólo para padecer y hacer padecer.
Asperas, crueles, y como todo cruel, necesariamente débiles, las criatura de El oficio de sobrevivir perseveran en un límite ético, moral, existencial, que redunda en un desenlace sin resquicio para moralejas capaces de gestar una segunda oportunidad, sin caminos por desandar, sin bálsamos.Damiani, pues, nos ofrece una estupenda novela policial, o tal vez "casi policial", desde el momento en que la localización del género representa un dato meramente formal comparada con la riqueza de esos seres fatalmente humanos, demasiado humanos. (c) LA GACETA