Galería 19 fotos Aníbal Troilo. Un Gordo florando en el adiós.
Los ojos se cierran. Miran por dentro. Deshojan un empedrado. Los olores del Abasto. El traqueteo del silencio. La remembranza le dibuja ahora la casona de la calle Cabrera 2.937, donde el 11 de julio de 1914 alumbró un acorde que hizo tango al andar. El parpadeo le trae el rumor de una fiesta de campo. Allí está su primer amor. Ese son le arrabalea el alma de ocho años. Doña Felisa le lee el deseo. Le regala esa jaula de arrugas silbadoras. Un tejedor de elásticos, Juan Amendolaro, le descubre algunos secretos del “fueye”. Ciriaco Ortiz le corre el telón del misterio.
Las pupilas se alborotan con los 14 años y las milongas del primer quinteto. Miran los pasos del “japonés” que en 1930, se codea en sexteto con Elvino Vardaro, Osvaldo Pugliese y Alfredo Gobbi. Un murmullo de barrio y de bares. La noche le abre las sombras. El desvelo. La bohemia. El Germinal, El Tibidabo, se amanecen en sus pestañas. 1937. En la boite Marabú se arriesga con su orquesta. Una flor de cielos griegos le despeina el corazón. Ida Dudui Kalacci le besa el sentimiento. Con la mano de Zita va a treparse a las estrellas. Va rodar por el abismo. Siempre juntos. Sin sacar los pies de la ternura.
Lágrimas de whisky se amodorran en las ojeras. Racimos fraternos navegan por su sangre: “A veces pienso qué habría sido de mí sin el cariño de mis amigos. A alguna gente le llama la atención que sea tan afectuoso con ellos, que nos abracemos y por ahí hasta nos demos un beso, pero ¡eso es cariño de hombre a hombre!, hay que comprender que soy un hombre simple pero muy afectivo...”
La noche es su segundo amor (¿o el primer?): “Me pasé la vida en la calle, a los golpes con la vida, con la gente y conmigo mismo, porque yo siempre fui mi peor enemigo… El tono de la gente triste es el re menor. Re, fa, la es el acorde de los pobres, porque tiene color gris. La gente que sufre está toda en re menor”.
Las sombras sientan sus vasos en la mesa de la melancolía. La guitarra de Roberto Grela le dicta una ginebra acorralada de soledad. Rivero, Piazzolla, Berlingieri, Vardaro, Discépolo, Cátulo, Rufino, Manzi. Roberto, ese Polaco...
En su papada de licor y melancolía, se mecen más de cinco decenas de tangos de su autoría. Ha tocado con los grandes. Ha lanzado a la fama a cantores. La gloria no logra emboscar su perfil bajo. Lo llaman el “Bandoneón mayor de Buenos Aires”, o sea una costilla de esa ubre de cemento: “Yo sé que la gente me quiere... No sé si soy un ídolo... Por otra parte no soy tan vanidoso como para creerme eso... ¿Buenos Aires? No, qué voy a ser Buenos Aires... Pero yo quisiera ser media calle de un barrio cualquiera de mi ciudad...”
Faltan pocos días. No lo sabe. Las manos de sus pupilas acarician por dentro el Doble A. “Hoy va a tocar como Dios. Siempre toca como Dios cuando anda cerca del diablo”, vaticina Zita. Responso y Sur le merodean el alma.
18 de mayo de 1975. En La Tablada, ese milonguero triste se anochece con los mareados para silbar la última curda en el barrio de Las Latas. En la trampera de la vida, garúa silencio. Tristeza. Los ojos del bandoneón de Aníbal “Pichuco” Troilo amasan ahora el amor, haciendo bailar a la muerte.
Roberto Espinosa
“Duendes del dos por cuatro”, se denomina la exposición que reúne notas periodísticas de Roberto Espinosa e ilustraciones de Héctor Palacios, que se inauguró en el Centro Cultural Virla de la Universidad Nacional de Tucumán, el 11 de diciembre de 2015, en adhesión al Día Nacional del Tango. La muestra reúne crónicas periodísticas publicadas en el diario La Gaceta de Tucumán, entre 1988 y 2015, que evocan a intérpretes y creadores del tango, como Carlos Gardel, Osvaldo Pugliese, Aníbal Troilo, Astor Piazzolla, Edmundo Rivero, Enrique Santos Discépolo, Julio Sosa, Mariano Mores, Enrique Cadícamo, José Luis Padula, Napoleón Escobar, Eduardo Podazza, Rubén Juárez, Miguelito Ruiz, el Polaco Goyeneche, entre otros.
Enrique Cadícamo: Un beso de pasión y otro de olvido.
En los ojos celestes de 98 años está bailando un mundo sin tornillo. “Hoy no hay guita ni de asalto/ y el puchero está tan alto/ que hay que usar el trampolín./ ¡Si habrá crisis, bronca y hambre, que el que compra diez de fiambre/ hoy se morfa hasta el piolín!/ Hoy se vive de prepo/ y se duerme apurao/ y la chiva hasta Cristo/ se la han afeitao...” Enrique Cadícamo carga en sus arrugas casi un siglo de tangos. La leyenda ejercita recuerdos que caminan bajo la garúa del tiempo.
Ángel Cadícamo y Hortensia Luzzi ven nacer a su décimo hijo el 15 de julio de 1900 en General Rodríguez, un poblado bonaerense. Ocho años después los zanjones y quintas de Floresta le abren los brazos a las travesuras de Enrique que deleita luego su adolescencia en los libros de Julio Verne y Víctor Hugo.
“¿Cuántos años tenés?, ¿16?”, le pregunta Gardel y agrega: “¿a quién le pungueaste la letra ‘Pompas de jabón’?” Enrique inaugura su primer tango en la voz de “El Zorzal”. En 1928, la Ciudad Luz le desnuda sus misterios durante cuatro años y escribe “Anclao en París”. “Todos hemos querido a París como una amante. Cada calle es un refugio nupcial para los enamorados del mundo. El amor tiene ahí la grandeza de no eternizarse y ser sólo una caricia fugaz entre un beso de pasión y otro de olvido”.
Celedonio Flores, Juan Carlos Cobián, Pascual Contursi, Francisco Marino, Cátulo Castillo y Carlos de la Púa son los duendes con quienes dibuja en la noche un dos por cuatro. “El Malevo Muñoz (De la Púa) nunca escribió un tango, pero es esencia de tango cualquiera de sus poemas de ‘La crencha engrasada’. Cátulo, mi fraternal amigo, antes de ser músico y poeta fue campeón amateur de box con más de 70 peleas realizadas. Contursi fue el que inventó todas esas cosas de la mina y la guitarra en el ropero, pero el maestro de todos fue Celedonio”.
El pueblo canta con “Los mareados”, “Garúa”, “La casita de mis viejos”, “Niebla del Riachuelo” “Madame Yvonne”, “Al mundo le falta un tornillo”, “Por la vuelta”, “Pa que bailen los muchachos”, “Muñeca brava”, “Nostalgias”, “Rondando tu esquina”, “Nunca tuvo novio”, “La casita de mis viejos”...El mismo Enrique ha perdido la cuenta, pero algunos entendidos aseguran que son más de doscientas piezas.
A los 61 años pierde el invicto: decide casarse. “Algunos amigos recibieron mi decisión como una hecatombe y le dieron una importancia similar a la caída del Imperio Romano: no lo podían creer. Angel D’Agostino era uno de ellos; él murió soltero a los 90 años”.
Orgulloso de sus años, Cadícamo ha recibido hace unas semanas (1998) el Gran Premio SADAIC de Oro. “Yo vengo de un pasado, no digo remoto... pero largo. Un pasado victorioso, chistoso, juvenil, en el que nos divertíamos. Éramos como era la época: hedonistas; nos preocupaba el vestir. Para nosotros, un nudo de corbata malhecho podía tener la misma gravedad que el error de un general en la batalla. Mi vida siempre fue la noche, el bar, la calle, el cemento, las mujeres y la alegría del encuentro con amigos. Hay otros tangueros que se sacan años o no dicen su edad. Allá ellos. Tania, por ejemplo, dice tener 96 años y tiene 105; cada uno en lo suyo. Tengo que agradecerle muchas cosas a la vida. Mi espíritu inquieto me hace seguir escribiendo y me levanto cada mañana con la meta de componer algunas letras. A veces quedan en el intento y otras veces ven la luz”.
Las arrugas se arrugan de emoción cuando alguien le susurra su tango preferido: “Nostalgias... de escuchar su risa loca y sentir junto a mi boca, como un fuego su respiración. Angustia... de sentirme abandonado y pensar que otro a su lado pronto... pronto le hablará de amor... Quiero emborrachar mi corazón para después poder brindar por los fracasos del amor”.
Roberto Espinosa
Enrique Santos Discépolo: Un bisturí en las entrañas.
Noche. Una melodía se debate en el dolor. Sentada en un sillón, la nariz gesticula, indultando una pena silenciosa. Silba un milagro de notas agoreras, luna de charcos canyengue en las caderas y un ansia fiera en la manera de querer... Voces de amores pisotean la amargura. En ese cuarto, las miserias le trepan por el cuello, le agrietan la cabeza, desnudando una canción. En esa ginebra que ahora respira absurda en las estrellas se ventilan ecos de un corazón. “Uno va arrastrándose entre espinas en su afán de dar su amor, lucha y se desangra hasta entender que uno se ha quedao sin corazón. Precio del castigo que uno entrega por un beso que no llega a un amor que lo engañó, vacío ya de amar y de llorar tanta traición. Si yo tuviera el corazón, el mismo que perdí, si yo pudiera como ayer querer sin presentir...”
Dicen que nació triste. El 27 de marzo de 1901, Enrique Santos Discépolo asoma su nariz en el barrio Once, habitado de almacenes, pescaderos, pizzeros, mercaderes trashumantes, enamorados de la esperanza. Pero la vida le astilla la niñez, presentándole a la muerte. “Conservo muy pocos recuerdos, mejor dicho, procuro no conservarlos. Tuve una infancia triste; vivía aislado y taciturno. A los 5 años quedé huérfano de padre y a los 9 perdí a mi madre. Entonces mi timidez se volvió miedo y mi tristeza, desventura. Recuerdo que entre los útiles, tenía un globo terráqueo; lo cubrí con un paño negro. Me parecía que el mundo debía quedar así para siempre”.
Unas tías lo acunan en la hostilidad, hasta que Armando, el hermano teatrista, lo lleva a vivir con él. El teatro le va pellizcando el alma. No hay vocación de estudiante. Cafés, bohemia hecha personajes: jugadores, políticos, desocupados. Una cofradía lo involucra en charlas con Quinquela Martín, José González Castillo, Juan de Dios Filiberto. Tiene 17 años. Se le planta a su hermano: “Quiero ser actor”; debuta en 1917. Un año después, escribe “Los duendes” y las tablas lo emocionan; se destaca en “Mateo”. Pero el tango es una fiebre que recorre su cerebro. “Bizcochito” y “Quevachaché” pasan inadvertidos. “Esta noche me emborracho” conquista la calle.
El dolor del mundo comienza a pegársele en el costado. “Hay un hambre que es tan grande como el pan, y es el de la injusticia. Y la producen las grandes ciudades, donde uno lucha solo entre millones de hombres indiferentes. Las grandes ciudades no tienen tiempo para mirar al cielo, no pueden detenerse a atender las lágrimas de un desengaño”.
Década Infame. “Malevaje”, “Soy un arlequín”, “Yira yira”, “Victoria”, “Justo el 31”, “Confesión”, “Cambalache” electrizan el aire con pensamientos metafísicos que se bailan. “Una canción es un pedazo de vida, un traje que anda buscando un cuerpo que le ande bien. Yo necesito un tema, un motivo que se adentre en mi espíritu, como la abeja en el panal”. Tania no sólo es una cantante, también su amor.
Palabras que se cortan y sangran porque saben que la lucha es cruel y es mucha. Viaje a Europa, obras teatrales, cine, radio, un dos por cuatro que lo acosa y le exprime las neuronas. “Tormenta”, “Infamia”, “Canción desesperada”, “Sin palabras”, “Cafetín de Buenos Aires”. Ética ausente, grotesca corrupción de un país que nunca termina de crecer. El nihilismo ara surcos en su sufrimiento, sin saber que un tango derrotará al tiempo. “Dicen que soy hipersensible y aunque la palabrita no me gusta, algo debe haber porque vivo los problemas ajenos con una intensidad martirizante. El drama no es invento mío. Acepto que se me culpe del perfil sombrío de mis personajes, pero la vida es la única responsable de ese dolor”.
Se adhiere con fervor a las huestes de Perón. Críticas, desprecios de amigos. No lo puede soportar. La tristeza es ahora un bisturí clavado en las entrañas que lo va quebrando lentamente. “Tengo tres glóbulos rojos y uno en observación”. Las 23.30 del 23 de diciembre de 1951. Por Callao al 700 se desbarranca una nariz trepada en un sillón. Abre la ventana y una ráfaga de tango se le cuela en el silencio: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor... ignorante, sabio, chorro, pretencioso estafador. Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao. Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición...”
Roberto Espinosa
Napoleón Escobar: El último pucho de Pucho.
Las voces de un teclado caen en cascada en la espalda de la madrugada. Un súbito silencio amordaza para siempre aquel gesto de un músico que se ha quedado sin el piano de la vida. Porque de allí salieron sus alegrías y dolores, sus sueños de estrellas, evocando en la música los suburbios reos y cromáticos, donde se dice, nació el tango. El 23 de noviembre pasado había conquistado su 80 cumpleaños y una cruel enfermedad acechaba oscuramente su destino. Napoleón “Pucho” Escobar dejó escapar su vida ayer y un pedazo de calles y bares tucumanos que construyeron su historia apoyados en su música y en el gesto generoso de aquellos, que como “Pucho” se conectan con el corazón del mundo.
“En casa solía haber un piano en la sala -le gustaba recordar-, pero sólo lo tocaba mi hermana. Algo de Strauss, Chopin… Por esos años, el tango no tenía entrada en las respetadas casas de familia. Le hablo de los años ‘20. Mi mamá, que se llamaba Carmen, me tenía jurada una paliza si me acercaba al piano, pero yo me las arreglaba. Cuando nadie me veía, le metía mano al piano y sacaba mis tanguitos, de oído nomás. Después, el que me guió musicalmente fue el maestro Juan Serra Bernabé”.
De modo que ese pianoteo precoz se consumó poco más tarde en su primera actuación pública. “A los 14 años actué por primera vez en el teatro Politeama Argentino, que quedaba en 9 de Julio y Las Piedras. Integraban la orquesta Luis Varas en bandoneón, el Gordo Suárez en violín y Alfonso Torres Guadalupo en batería, porque en ese entonces todas las orquestas típicas tenían baterista. En el Tucumán de esa época se podía tocar en las confiterías El León, en La Madrid y Congreso, y al frente, el Mundial Park. También el cine social de los Hermanos Caporaletti, en Laprida al 100; los cines Moderno, Majestic, Splendid; las confiterías Londres, Buen Gusto, París… Ocurre que en los cines, como las películas eran mudas, uno tenía que ir tocando la música a medida que se las proyectaba”, contaba.
Ayer murió “Pucho”. Un pentagrama desnudo vagará por las noches sin ese amigo que supo de la ternura de las vigilias, de la emoción del canto, de la mano que se abre en un parpadeo de tangos y milongas, que liberan el gesto apresurado de la vida.
Roberto Espinosa
La Gaceta de Tucumán, 27 de marzo de 1988.
Leopoldo Federico: Eclipse de tango.
Es verdad, no te acompañé en tu primera vez. Tal vez porque yo andaba en otras manos. Mi hermano mayor contaba que tu viejo iba a esperar tus 17 años a la salida del Tabarís. ¡Mocoso trasnochador! También recordaba al tío Chilo que en Balvanera te metió en el misterio a los 12. No estoy muy seguro, pero creo que nos dimos un abrazo en lo de don Osmar Maderna o tal vez cuando ya estabas con Di Sarli. Si lo sabrás vos, a esta edad el embrague de la memoria se me empaca… Ya vivías en Ramos Mejía… cuántos kilómetros de estrellas habremos recorrido juntos a la salida del cabaret, de bodegones, de Michelángelo, El Viejo Almacén, Casablanca… Ya teníamos ruta, pero eras un tímido… Dos veces te achicaste porque el repertorio era grande y tenías mucho que estudiar… hasta que te habló Di Filippo en el 55 y te dijo que si no agarrabas viaje esta vez con Astor, te mataba, ¿te acordás? Con Pichuco fue algo fugaz, pero emocionante… Sí, te encerrabas en el galponcito del fondo, me metías las manos… brotaban sentimientos, ideas, arreglos… Ahí estiraron las alas “Lo que no me hablaron de vos”, “Que me juzgue Dios”, “Cabulero”, “Cautivante”, y me escribiste “Mi fueye querido”... eran los dedos del corazón.
Nos entreveramos con los grandes. Fue como jugar en la primera de Racing. Siempre decías que en nuestros tiempos, tener una orquesta y además tocar, era como entrar a trabajar en un banco, ¿te acordás? La gloria nos llegó en el 60. Fueron cuatro años de éxitos con el Julio Sosa. Luego regamos con tangos y milongas los cielos de Chile, Colombia, Europa, Japón… de Tucumán, en 2006. Inventamos un estilo propio. Recibimos premios que no te robaron la simpleza porque nunca te la diste de farabute y eso que te daba el cuero. Yo no veía las horas de que llegara la noche… me arrojabas la pasión en mis brazos. Tu alma se desvestía en mis arrugas, calientes de dos por cuatro. Una vía láctea orillera, un insomnio de melancolía, una remembranza del tiempo, se desarmaban en mi cuerpo, mi aleteo, mis ausencias, mis silencios…
Sentado en tus piernas he respirado vida. He sido un brazo de tu cuore. Tus 87 pulsos resbalaron el domingo de los inocentes en la cornisa de la nada. Gracias por todo, Leopoldo Federico. Te llevaste mi alma para que nuestro último tango desvele a la muerte.
Roberto Espinosa
Horacio Ferrer: Balada hereje para un duende.
La noche con asma trastabilla en plaza Francia. Semáforos de estrellas en rojo intermitente. Frío. Las venusinas son sombras de un ballet fatigado de desvelos. En el Abasto, la sonrisa del Carlitos practica una cuesta abajo en la rodada. En Bachín, un chiquilín vocea tres rosas. Su hambre tropieza en un piolín. En la plaza Lavalle, los contrabajos del Colón tanguean un insomnio de cirujas. Un bandoneón practica una misa hereje. Un arcángel y un malandra pulsean el destino en una esquina. El viento silba una partitura de ladrones. Una grela milonguea el sexo en un zaguán.
Un canillita desgarganta las noticias. Danza por Callao la locura. Un acróbata demente grita la libertad en el corazón. La Cruz del Sur está a punto de parir duendes con bluyín. Una lágrima de ginebra empapa las corcheas de un Gordo triste. La luna desviste el amor en la mirada de un beso. La poesía camina arropada de balada, tango, melancolía. Ese uruguayo ha cruzado un río de plata hace tiempo. La lluvia porteña le ha lamido para siempre el alma. Los sueños lo han hermanado con un Bartok tanguero que desata la pasión en un fueye. Un flaco pedalea la esperanza. Su barba saluda a la decencia. Desmadeja el enigma del abrazo. Dibuja la paz en la vereda. Un coro de fanáticos destroza su bicicleta blanca y se condena a un sino errante.
Es domingo, no de madrugada. Los 81 años de ternura y arrabal se van a la muerte con un whisky en el diástole, y un poema en el sístole. Saltimbanquis, locos, lustrabotas, suicidas de la bohemia, Nina, la última grela, bailarán quizás un preludio canyengue para que en 3001, Horacio Ferrer vuelva a nacer.
Roberto Espinosa
Roberto Goyeneche: Punto y coma.
Un tango trastabilla en sus labios astillándose en manos temblorosas. “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento, perfume de naranjo en flor, promesas vanas de un amor que se escaparon en el viento...” La muerte eternizó los gestos de Roberto “Polaco” Goyeneche hace un lustro (en 1994) llevándose consigo el alma del barrio de Saavedra.
“El Polaco es único. Canta hasta los puntos y comas”, deslizó “Pichuco” Troilo una noche. “Si existe algún misterio para definir mi estilo es ese: cantar las comas. El intérprete debe cantar todo. Cátulo Castillo dice: ‘Soñaba, ayer, la espera del silbido’. ¿Y yo voy a cantar: ‘Soñabayer la espera...’? Eso sería una barbaridad. Yo siempre di patadas mientras canté. En el arranque, hasta rompía los vasos, los hacía caer de los estantes. Porque siempre puse todo; canté con el alma. Toda mi vida me gustó transpirar la camiseta”, explica Goyeneche.
Su abuelo generó un lío de Robertos que lo acompañó en el empedrado de la vida. Su padre: Roberto Emilio; su tío: sólo Roberto, al igual que el Polaco. “¡Toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado! Eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado como un pájaro sin luz”.
Su padre lo dejó huérfano de caricias a los cinco años. El Polaco lo buscó en las huellas del tango y lo encontró en su amigo Enrique Cadícamo. A los 15 años ganó un premio y se inició en las lides ciudadanas con la orquesta de Raúl Kaplún. Por esos años, manejaba un taxi y después ofició de colectivero. “Manejaba y cantaba. Después me fui a cantar con Salgán y seguía arriba del colectivo”.
Los fantasmas de Gardel, Cátulo Castillo, Cadícamo, Troilo Manzi, Expósito, Piazzolla se arremolinan en sus lágrimas. “El Gordo Troilo no tiene definición. ¿Se puede definir a un arcángel? Dios lo mandó a la Tierra y le dijo: ‘Vaya, enseñe, muestre, toque, ponga la magia y vuelva’. Manzi como Discépolo están en la estratósfera, en el infinito. ¿Se puede decir algo más?: ‘Fuimos como lluvia de cenizas y fatigas en las horas de resignadas de tu vida...’ Gardel sabía hacer todo bien; era un mago... Astor, un renovador, un exquisito, un tipo que tuvo que aguantar todo, pero que al final ganó porque no envejeció, no se quedó en el tiempo”.
La garganta con arena pasea por las orquestas de Troilo, Pontier, Pansera, Baffa, Piazzolla, Stampone, Berlingeri, Pugliese y se personifica en “Sur”, la película de Pino Solanas; 89 discos más de un millar de tangos grabados.
1994. Los pulmones de 68 años ya lo dejan a menudo sin aliento. Ese sábado 27 de agosto, llorando un sermón de vino, el alma de Goyeneche deambula enloquecida por los bares de Saavedra. “¿Qué le habrán hecho mis manos, qué le habrán hecho para dejarme en el pecho tanto dolor...? Dolor de vieja arboleda, canción de esquina, con un pedazo de vida, naranjo en flor”.
Roberto Espinosa
Rubén Juárez: Toco y me voy.
Un licor de tristeza ahoga torpemente el silencio. Un fueye ejercita su melancolía en lo oscuro. “Que anduvimos juntos, atorro y milonga, desde mi bohemia, cigarro y café. Y a veces rodamos maneaos por el suelo y nos levantamos con la misma fe...”, susurra la voz de un cordobés que ayer no pudo despistar a la muerte.
Los 62 años de Rubén Juárezse detuvieron en una clínica porteña, agotados por un cáncer de próstata que ya se había apoderado de su riñón, sus huesos y el corazón. Era de Ballesteros (Córdoba). Allí vio la luz el 5 de noviembre de 1947. A los seis se abrazó al bandoneón y no lo soltó. Por ese entonces, vivía en Sarandí. El naciente rock lo chamuyó en la adolescencia hasta que ganó un concurso de tangos y conoció a Héctor Arbello, guitarrista de Julio Sosa. No tardó en impregnarse de la reciedumbre de “El Varón del Tango”. Su canto caminó entonces la noche porteña en Caño 14, El Viejo Almacén y Michelangelo. Aníbal Troiloparó la oreja en “Para vos, canilla”, que Juárez había grabado en su primer disco (1969), y le ofreció ser su padrino.
“Sábados circulares”, el programa de Pipo Mancera, mostró a ese cabezón que de pie, con bandoneón en ristre, desgranaba sentimiento en milongas y tangos, algunos de su autoría. Cantar y tocar, toda una novedad. “Los colegas míos, bandoneonistas, me dicen: ‘¿Cómo hacés?’ Mirá, yo hablo. Estoy tocando y hablo. Yo lo aprendí de chico y las cosas que se aprenden de chico no se pueden volver a aprender... Coordino cuatro cosas: mano derecha, izquierda, respiración del canto y respiración del bandoneón”, contó en Tucumán en julio de 1999, una de las pocas veces que vino.
“Yo le hablo de hombre a fueye, mano a mano. Lo mismo que si hablara con la vieja. Y cuando él me responde, se me antoja que Buenos Aires mismo me contesta”.
Grabaciones y premios no tardaron en llegar. Toco y me voy, Mi bandoneón y yo, Qué tango hay que cantar (letra de Cacho Castaña), Ùltimo tango en Buenos Airesdespertaron su creatividad musical como autor.
De buen diente, hermano del pucho y los amigos, fue el creador del Festival de Tangos de La Falda; actuó en dos películas; hizo un dúo circunstancial con Charly Garcíay tuvo que desmentir luego que se hubiesen dado un piquito al bajar del escenario.
Simpatía, seducción, reciedumbre, sentimiento y voz dejaron ayer en banda al tango. Si yo a mi bandoneón lo llevo puesto como un cacho de tango entre las venas. Y está de Dios que al dar mi último aliento, moriremos a un tiempo... mi bandoneón y yo, andará cantando en el universo el “Gordo” Juárez.
Roberto Espinosa
Julio Sosa. Mi viejo rencor.
Frenada. El auto Unión nubla sus luces. Una cabeza crecida de tangos raja el parabrisas, desordenando sus tristezas en la calle. Las sirenas acongojan la madrugada. Las agazapadas penas de un Varón tropiezan en el aire y se despiden de la vida. La voz golpea los focos mortecinos. “Rencor, mi viejo rencor, no quiero sufrir esta pena sin fin. Si ya me has muerto una vez por qué llevaré la muerte en mi ser... Por eso, mi viejo rencor, dejame vivir por lo que sufrí...” Es 26 de noviembre de 1964. Miles de lágrimas mojarán luego el féretro de Julio Sosa.
Sus párpados uruguayos se abrieron en Las Piedras el 2 de febrero de 1926. La pobreza envolvía sus manos. “Hizo de todo”, recuerda Cacho Maggiolo. “Trabajó como panadero, lustrador, en la municipalidad cavando zanjas y podando árboles, en el ferrocarril; fue guarda de colectivos, pero en ningún lugar duraba más de unos días. No era que fuese vago. Al contrario, se preocupaba por tener una ocupación, pero no había caso. Una vez, después de muchos trabajos, me dijo: ‘mirá, Cacho, yo nací para cantar y no para el laburo’”.
Un tango se irá haciendo varón por las calles orientales. La desdicha canta su pobreza sobre la mesa de un café. Tiene 12 años. Gana un concurso en el recreo “Las luces de Canelón Chico” de Montevideo y años después se estrena como cantor.
Es 15 de junio del ‘49. “Era una noche horrible. Fuimos a despedirlo. Entre los amigos y sus admiradores juntamos 80 pesos. El viaje en el vapor a Buenos Aires costaba 12 y con el resto se compró ropa”. En el muelle montevideano: “-Decime, Cacho, ¿me voy? Vos sabés que allá es difícil triunfar. ¿Te imaginás lo que lo que significa volver fracasado? Se me va a caer el alma a los pies. - Pero no, muchacho, andá tranquilo, vas a ver que en unos meses te veo en el cine. - Sí, vos me decís eso porque sos mi amigo, pero de veras, es fulera la que me juego...”
Café “Andes” en La Chacarita. Francini y Pontier despiertan su esperanza entre licores, también la orquesta de Francisco Rotundo. Tres amores. Una hija que nunca pudo ver. Ni siquiera en fotos. El rencor se le trepa en la garganta: “Este odio maldito que llevo en mis venas, me amarga la vida como una condena. El mal que me han hecho es herida abierta que me inunda el pecho de rabia y de hiel...”
“Dos horas antes del alba”. Julio Sosa escribe poemas. Una sed de afecto ulula en las noches; el dolor carcome la soledad en las paredes. Éxito, dinero, popularidad. Nada alcanza a llenar el pozo ausente de su alma.
Suena el teléfono. Miguelito Ruiz habla desde su guitarra: “Hice una gira con él y Oscar Casco en el ‘59 o ‘60. Era muy buen tipo. Cuando llegamos a Olavarría, luego de desayunar, nos pusimos los dos a jugar a las bochas con unos gauchos. Era muy jovial, le gustaba hacer chistes y tenía una personalidad arrolladora, sin llegar a ser arrabalero. Cuando murió era el único cantor que juntaba multitudes y que conquistó a la juventud. Le venían muy bien los tangos festivos o muy dramáticos. Se ve que arrastraba una pena grande”.
El bandoneón de Leopoldo Federico cobija una “Cumparsita” y los versos de Celedonio Flores van poblando el corazón de Julio: “Y yo me hice en tangos, me fui modelando en barro, en miseria, en las amarguras que da la pobreza... Porque quise mucho y porque me engañaron y pasé la vida masticando sueños; porque soy un árbol que nunca dio frutos, porque soy un perro que no tiene dueño, porque tengo odios que nunca los digo, porque cuando quiero me desangro en besos, porque quise mucho y no me han querido. Por eso canto tan triste, por eso...”
Roberto Espinosa
Rodolfo Mederos. A la altura de uno.
Cuando ese polaco hundió su corazón en el bandoneón, el niño de ocho años sintió tal vez que un borbotón de sentimientos le correteaba por el alma y sus ojos naufragaron en lágrimas. Esa fue la puerta que la vida le abrió tempranamente a Rodolfo Mederos en su camino. Lo que siguió no fue fácil. Corchea sobre corchea, noches y desvelos, estudio y persistencia hicieron de él uno de los referentes actuales relevantes de la música popular argentina. La familia se radicó en Córdoba. El sueño de ser biólogo atrapó a Rodolfo. Se ayudaba tocando tangos para costearse los estudios. “Dejá la biología para los biólogos, vos sos músico”, le dijo Astor Piazzolla cuando escuchó su conjunto. No lo pensó dos veces para no dudar y desembarcó en Buenos Aires en 1965. “Sin plata, sin amigos, vivía en una pensión de mala muerte. Tomaba mate y comía pan viejo. Por suerte, cada vez que estaba por aflojar me acordaba del polaco. Logré formar un cuarteto y muchos nos gritaban que no era tango lo que hacíamos. Y claro, tenían razón, lo mío nunca fue tango en el sentido tradicional”. A poco de llegar, alguien le “tucumaneó” el bandoneón y nuevamente Piazzolla le lanzó un salvavidas. Le prestó el fuelle; finalmente se lo regaló. La esencia más noble Entre 1969 y el 74 se entreveró en las filas de Osvaldo Pugliese, en calidad de ejecutante y arreglador. “Creo que fue una de las cosas más significativas y que más me formó en la estética del género. No me di cuenta hasta tiempo después. Los músicos tenemos como una especie de valoración tardía de las cosas. Pugliese es verdaderamente el caracú del tango, la esencia más noble. Es como un Beethoven, un formidable clásico, preocupado por la forma, manteniendo un contenido muy claro, muy nítido”. Un poco antes de esta experiencia que lo depositó en los callejones del dos por cuatro, Mederos, como un rechazo al ambiente reaccionario que se vivía en el ambiente musical, se lanzó a beber otros pentagramas. De esa manera, Miles Davis, Oscar Peterson, pero también Emerson, Chicago y Sweet and Tears mojaron sus sentidos y lo hicieron navegar por otros ríos: rock y fusión. “Los géneros solo están en las tiendas. Solo una mente mezquina puede separar las notas”. A la altura de uno Pugliese fue la mano tendida para el regreso. Luego vinieron las enseñanzas de Piazzolla. “Nos enseñó a no quedarnos pegoteados a un melancólico pasado, a buscar dentro de la esencia misma nuevas alternativas. Aprendí que uno tiene que escribir a la altura de uno, ser exactamente lo que se es, entendiendo que uno es distinto todos los días”. Mercedes Sosa, Joan Manuel Serrat, Julio Bocca se estremecieron con su fuelle. Los cineastas no tardan en convocarlo. Crecer de golpe, La vida entera, Hotel du Paradiso, Después de la tormenta, fueron filmes que encontraron en sus partituras la apoyatura ideal. “No me conformo con ser un músico de extracción tanguera que traslada lo típico a un contexto atípico. Quiero ir más hacia lo camarístico: partir de Chick Corea hasta encontrarme con Bela Bartok”. Un imprevisto trío brota en 1996 en Buenos Aires: Daniel Barenboim en piano, Héctor Console en contrabajo y Mederos en bandoneón. Un maestro de la música clásica, el primero, quería retornar a sus fuentes niñas. El terceto recorre los escenarios europeos despertando la emoción a su paso. “Aprendí a rechazar lo superfluo y a quedarme con lo esencial. Sé que lo que necesita el hombre para ser feliz, es realmente poco. Soy un hombre magro en mi vida y en mi relación con las cosas. Me gusta mucho caminar, ver los árboles, las calles. Eso no cuesta nada y sí está presente en mi música”.
Roberto Espinosa
Mariano Mores. "Tuve la bendición de hacer lo que más amo". "En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas, yo aprendí filosofía... dados... timba... y la poesía cruel de no pensar más en mí..." El piano ejercita la nostalgia de ese cafetín, cuyos duendes errantes sacuden la bohemia. Los 93 años de Mariano Mores renacen en la noche del tiempo, cuando la música respira sus tangos que se graduaron de clásicos hace varios lustros. Compositor, pianista y director de orquesta, el autor de "Taquito militar" ha mantenido una inusitada vigencia a lo largo de más de siete décadas sobre la base de una "orquesta lírica" con reminiscencias de músicas de películas, en la que se luce el piano. Los tucumanos podrán escuchar a esta leyenda de la música ciudadana el viernes en Floresta.
- ¿El ambiente familiar influyó en su elección por la música? ¿Alguno de sus padres era músico, cantaba o tocaba un instrumento?
- Sin lugar a dudas, mi padre era un amante de la música clásica, y mi abuelo fue un muy buen violinista.
- ¿Cómo conoció a las hermanas Mores y qué lo atrajo de Myrna, en particular?
- Las conocí en la academia "PADI", siendo apenas un adolescente (ya era profesor). Fui maestro de ellas, formamos un trío (lo que me valió la pérdida del empleo, ya que estaba prohibido...) y allí me enamoré de Myrna.
- Su formación fue académica, clásica. ¿Qué lo enamoró del tango?
- Soy músico de formación clásica académica y pienso que es el abc de un músico. La necesidad me llevó luego a la música popular, y allí estaba el "Tango", esperándome... era mi destino, sin lugar a dudas.
- Tocó durante casi 10 años en la orquesta de Francisco Canaro, ¿de él aprendió el marketing, las estrategias para mantenerse siempre en la palestra? ¿Era tan seductor como dicen? ¿Conoció a Ada Falcón?
- Siento un gran respeto por don Francisco Canaro, fue mi padre espiritual, aprendí mucho de él, con sus virtudes y defectos. También conocí a Ada Falcón, una gran cantante de la época, una mujer particular. Últimamente, he visto cosas que no dejan clara la imagen de Canaro, humildemente pienso que no todo se ajusta a la verdad, me dio un poco de pena...
- Tuvo la suerte de componer con grandes del tango. ¿Quién lo impactó más? ¿Cómo era Discépolo? ¿Qué recuerdos tiene de Contursi, Manzi y Cátulo Castillo?
- Los mejores recuerdos, fueron grandes colaboradores. Creo que Discepolín era un ser muy especial, ¡único!
- Duke Ellington afirmaba que su instrumento era la orquesta, ¿podría decir lo mismo de usted?
- Con un piano se puede realizar prácticamente hablando una orquesta, pero ¡qué músico renunciaría a las cuerdas, vientos, bandoneón...! La armonía de una orquesta completa es incomparable a mi modo de ver.
- ¿Cuál fue su fórmula para mantenerse vigente en el tango a lo largo de más de siete décadas en un país que suele olvidar rápidamente a sus ídolos?
- Mantenerme siempre fiel a un estilo, a pesar de muchas críticas. Ser visceral, auténtico.
- ¿Le hubiese gustado hacer alguna otra cosa en la vida?
- No, tuve la bendición de hacer lo que más amo en la vida: Música.
- ¿Qué cosa no le ha dado aún la vida? ¿Qué es lo que aún usted no le ha dado a la vida?
- Repito, la vida me dio todo y yo he tratado de dar todo mi amor y mi inspiración en agradecimiento a Dios y a mi pueblo que han hecho de mí este hombre que hoy soy.
Mariano Mores es autor de numerosos éxitos, tales como "Uno", "Cafetín de Buenos Aires", "Cuartito azul", "El firulete", "Frente al mar", "Gricel", "La Calesita", "En esta tarde gris" y "El patio de la morocha", entre muchos.
Roberto Espinosa
Entrevista publicada el 11 de diciembre 2011.
José Luis Padula. En el corazón del pueblo. Y cuando le tocaba la boca, una bocanada de afecto se le colaba por los poros. Se sentía entonces una ñata linda, una llorona, una misia mentirosa, a veces una ladrona de corazones… Bajo el cielo de la bohemia, con su hermana de las seis cuerdas hacían bailar el desvelo. Fueron su única herencia. La bondad del tano dejó de latir, cuando su sonrisa pisaba los 12 años. Sin tata, con una madre de la que casi nada supo, salieron a desandar las caricias de la noche en una zamba, una ranchera, un tango. Atrás había quedado ese 30 de octubre de 1893, cuando su vida tucumana pataleó por primera vez. “Sin un solo adiós, dejé mi hogar cuando partí, porque jamás quise sentir un sollozar por mí. Triste amanecer que nunca más he de olvidar hoy para qué rememorar todo lo que sufrí…” Nunca imaginé que podía tener letra.
- Te acordás, “Pucho” Escobar, cuando descosían el insomnio en las mesas del bar El Japonés, ese de la San Martín al 600. Su ingenio sacudía fantasías. – Sí, claro… cuando hablaban de dinero era nada más que para el cigarrillo, el puchero o el café... su rueda preferida se armaba con el Gaucho Sobrecasas, Juan Carlos Iramain, Miguel Buchino... Me acuerdo que el cáustico Iramain le preguntaba si era cierto que en el Café España -donde tocaba con su orquesta-, había puesto la partitura patas para arriba, porque total... no sabía música. ¡Él dijo que era cierto!
El Paraná rosarino soñó luego sueños tucumanos. El piano se guarneció en la copa de su alma. Volvió al pago. Con el dos por cuatro despabilaba duendes en El Buen Gusto, El Polo Norte, Pinello, la chopería Baselga, en LV12… Una soledad mistonga. Desafinada. Lo atrapó Buenos Aires con tres mangos en el bolsillo. Un abrazo lo cobijó bajo la noche con Eduardo Arolas, Roberto Firpo, Vicente Greco. La armónica que latía en sus labios, la guitarra que le tremolaba en las costillas del afecto, se hermanaron con el piano que convirtió en terceto su corazón.
No recuerdo bien cuándo nací. Tuve la suerte de que el corazón del pueblo me adoptó. “Cual vagabundo cargado de pena yo llevo en el alma la desilusión y desde entonces así me condena la angustia infinita de mi corazón…” La verdad que además de Lito Bayardo, me vistieron con sus versos Eugenio Cárdenas y Ricardo Llanes. Juan D’Arienzo, Roberto Firpo, Francisco Canaro, Luis Petrucelli, Osvaldo Pugliese, Horacio Salgán, Florindo Sassone, Rodolfo Biagi, me tocaron las fibras más calientes… Emocioné el garguero del Agustín Magaldi… pero no soy tan narciso, mis hermanos Pirincho, 25 de Mayo, Lunes, El Borracho, Mi Vida, Picante, Memoria, Noche de estrellas, Bicho feo, La llorona, La mentirosa… se codearon con el Gardel, el Quique Cadícamo, Carlos Dante, De Angelis, Fresedo, Maglio, Ángel Vargas… La Quebrada de Lules y Tucumán le florecieron el alma.
Modestia aparte, creo que te di muchas satisfacciones. “Lejano Nueve de Julio de una mañana divina, mi corazón siempre fiel quiso cantar y por el mundo poder peregrinar, infatigable vagar de soñador marchando en pos del ideal con todo amor hasta que al fin dejé mi madre y el querer de la mujer que adoré…” ¿Te acordás de mí, José Luis Padula, de este tango que pariste en tu corazón patrio? Ese 12 de junio de 1945 le puso una zancadilla a tus 51 años. En mi dos por cuatro, viaja tu eternidad.
Roberto Espinosa
Astor Piazzolla. Rumores de bandoneón. Un tiburón congela su ilusión entre las olas. Una ausencia de muelles perfora el bandoneón. Una melodía dilata el silencio. Un nocturno de tangos se arrincona en Mar del Plata. Los lobos marinos van doblegando el adiós de Nonino, digitando la melancolía de un fuelle que respira un dolor en una esquina.
1939. Un joven de 18 años toca el timbre. Un hombre sale a la puerta. Con servilleta en cuello muestra su salsa de spaghettis, hace pasar al muchacho y le pide que lo espere. Al rato. "-¿De qué quería hablar conmigo? - Lo escuché en el Teatro Colón y me quedé enamorado de su forma de tocar. Entonces fui a casa y decidí escribirle un concierto para piano. - Ajá, esta es la parte de piano y ¿la de la orquesta dónde está? - Bueno, no sé, yo escribí un concierto de piano... - Pero todo concierto lleva orquesta, si no sería una sonata o una suite. ¿A usted le gusta la música? - Sí, claro. - Entonces ¿por qué no estudia?” La mirada muy fuerte pero cordial de Arthur Rubinstein abre una luz en los pensamientos de Astor Piazzolla. El fueyista se convierte luego en el primer alumno de Alberto Ginastera.
Ninguna gracia
"Allí comienzan mis primeros estudios de la música, empiezo a escribir y a entender un poco más lo que es la música. Y debido a ese conocimiento, a esa nueva cultura, empiezo a hacer arreglos nuevos, escribo para cuarteto de cuerdas, para gran orquesta. En ese momento estaba tocando en la orquesta de Troilo. Los arreglos eran muy avanzados para la época y mucha gente que escuchaba no le causaba ninguna gracia, porque desgraciadamente en el 39 o 40, como hoy también, en la Argentina se puede cambiar todo menos el tango. Era como convertirse a otra religión: de ser cristiano pasarse al budismo. El tango no debía cambiarse, tenía que quedarse en el estilo 1940. Yo tuve la feliz idea, para mí, de cambiarlo y desde 1940 hasta ahora, he tenido los problemas más tremendos en mi vida por una sola causa: querer cambiar, evolucionar en una música popular".
1953. Una dulce mirada se posa en su bigote. Los pensativos anteojos de ella lo interrogan: "ha trabajado duramente conmigo. Ha compuesto sonatas, música de cámara, sinfónica; todo está muy bien escrito, pero usted no está en esas obras. ¿Qué es lo que hace en la Argentina?" Una patota neoyorquina le atraviesa la mente, recreándole viejos episodios de la infancia: los rascacielos, los ghettos, la nostalgia de Nonino -su padre- por los tangos de Gardel. La prostibularia noche porteña iza sus banderas cruzando en el humo un dos por cuatro. Antes de contestar, el joven músico echa un vistazo al estudio parisino. No está seguro si decirle la verdad a su célebre maestra. Arriesga: "toco tangos en el bandoneón". Me fui al piano y toqué un tango mío. "El tango es una música muy hermosa y el bandoneón un instrumento maravilloso". Nadia Boulanger hace una pausa y agrega: "allí está usted. Siga en eso que le va a ir bien". La luz vuelve a iluminarle el corazón.
Dentro de la piel
"El tango es una música que se lleva dentro de la piel. Aprovecho toda la cultura musical de los años que estudié con Ginastera y Nadia Boulanger, todo ese conocimiento lo pongo al servicio del tango que yo siento y que conozco muy bien porque toqué con durante más de 20 años en las mejores orquestas de Buenos Aires, trabajé en casi todos los cabarets, así que tengo una cabeza enorme de tango y con una cosa muy importante: música más tango igual a evolución, a búsqueda, igual a todo lo que debería ser el tango. Lamentablemente el 99% de los compositores de tango, no tiene una cultura musical y eso es lo que le impide evolucionar. Yo avancé y por suerte mi música no está muerta. La música que no cambia muere: agua que se estanca, se pudre".
El violín araña rítmicamente el aire, la guitarra inicia un contrapunto con el fuelle. "Pienso que los que más fracasan en esta vida son los individuos que se proponen ser diferentes. Uno nace diferente, no se hace diferente. Yo no soy lo que es mi música. Esta es muy melancólica, puede ser triste, violenta, hasta religiosa. Y yo no soy así: soy una persona muy divertida, me gusta mucho la vida, el deporte. Soy un 'bon vivant', soy antitango en la vida; soy antinoche y el tango es noche. Me gusta la mañana, el día, la naturaleza, las flores, los bosques. Para mí el tango es un sinónimo de cabaret, el ladrón, el policía, el gigoló, la droga, es todo lo torcido en la vida. Eso fue el tango, nació en los prostíbulos, en el bajo mundo de Buenos Aires". El otoño porteño está en coma.
4 de julio de 1992. El Doble A está desvistiendo sus tristezas. Astor sueña un último whisky. La voz de Milva se estrella en la noche: Moriré en Buenos Aires, será de madrugada...
Roberto Espinosa
Eduardo Podazza. Un canceriano sentimental. A fuego lento un tango arropa la tristeza en las orillas de la muerte. Un bandoneón deambula perdido, como un duende que en la sombra más lo busca y más lo nombra... Eduardo Podazza se escapó hacia el silencio en la noche del domingo, a pocos días de haber conquistado 77 años.
En Villa Huidobro (Córdoba) alcanzó la luz el 13 de julio de 1921. Maestro normal, en Pehuajó, el son del bandoneón le vistió el corazón de nostalgia y ternura. Osmar Maderna y luego Aquiles Roggero lo tuvieron en sus orquestas. Por ese entonces, se ganaba la vida en una compañía de seguros. Las madrugadas porteñas lo arrimaron a Ciriaco Ortiz, Francisco Lomuto, Agustín Magaldi, José Libertella y a Aníbal Troilo, su "ángel de la guarda". "Primero me influyó Ciriaco, pero Pichuco fue el norte. No me gustan las variaciones largas, esas notas que son tantas y que dicen tan poco. Disfruto con fraseos sentimentales que llegan, como nos enseñó el maestro en 'Inspiración'. Pero la clave está en tocar con gente que sepa más que uno".
1945. El "fueye" echa raíces en Tucumán; despierta noches y empedrados con José Laurito, Alfredo Grillo, Napoleón "Pucho" Escobar, Luis D'Angelo, Carlitos Díaz, Lucio Lanzone... Una esposa y tres hijos amasan los sueños tangueros de Eduardo. La amistad se sienta en la mesa con Gerardus van Mameren y Luis Gentilini. Surge una comisión permanente de homenaje al tango, a Carlos Gardel, a Julio De Caro, a "Pichuco" Troilo...
Es un amable vecino del humor. "Un cantor muy feo, pero muy feo, cantaba 'Yo soy la muchacha del circo' y alguien de la platea le gritó: '¡Si vos sos la muchacha, cómo será el león!'"
1988. Luego de marchas y contramarchas, se convierte en el primer profesor de la cátedra de bandoneón en la Escuela de Artes Musicales de la UNT. "El tango ha sido dejado de lado, avasallado por esa música alegre que atrapa a los jóvenes, que no tienen aún tiempo de pensar y poco saben de sentimientos. El tango es un sentimiento y tiene valores que no morirán jamás. Vengo a ser como un director técnico que vuelca su sapiencia entre los chicos".
El cáncer es ya una enredadera en sus cuerdas vocales. Día a día, el bandoneón embiste contra la muerte que se aleja y retorna, y no se anima a capturar su optimismo. "Soy un sentimental como buen canceriano que soy. La vida, sin tango y sin amor, no tiene color". El domingo, un fuelle sacudió la tristeza en el viento.
Roberto Espinosa
Eduardo Podazza murió el 19 de julio de 1998.
Osvaldo Pugliese. Los dátiles de Villa Crespo. Una milonga serpentea por los gruesos lentes, despertando zorzales en los árboles de Villa Crespo. “La yumba” se escapa por los ojales del alma, buscando un pasado de boliches y orquestas, de celdas y fuelles, un sentimiento social. Es 2 de diciembre de 1905, cuando Osvaldo Pugliese amanece en el mundo.
“Mi barrio era una de las orillas de Buenos Aires; fue creciendo alrededor de una fábrica del calzado. Mi padre era cortador de cuero, además de músico aficionado. Pero Villa Crespo era el emporio de la música popular. Uno salía de su casa, iba al café y seguro que allí iba a encontrar un trío, un cuarteto o un cantor de tangos. Nadie necesitaba cruzar las fronteras porque en ese pequeño país, el barrio, uno tenía todo. Me acuerdo que cuando uno se mudaba al centro lo despedíamos como si fuese a Japón. Todos pensábamos que no lo veríamos más”.
Las corcheas le brotan en el violín cuando se arrima a los 12 años. “Cuando terminé cuarto grado, le dije a mi papá que no quería ir más a la escuela. Me metió a laburar en una imprenta. Yo rascaba el violín. Un día llegué a casa y encontré un piano. ‘Tenés que estudiar’, me dijo mi viejo. Y estudié con Vicente Scaramuzza y con Antonio d‘Agostino”.
Su madre da vueltas por la sala y se detiene. Osvaldo está traveseando las primeras melodías. “¡Al Colón, al Colón!”, le dice y lo besa en la frente. “Yo sé que más que una aspiración era un sueño, que con el tiempo se hizo realidad. Por eso la noche en que toqué en el Colón, le pedí perdón al público y le dediqué la actuación a mi madre”.
El bandoneonista Domingo Faillac lo convoca. Tiene 14 años. El debut es en el Café de La Chancha. “El tango tiene dos facetas muy bien definidas: la melódica y la armónica o milonguera. Cuando tuve la ocasión de formar mi orquesta dije: ¿qué línea elijo? Y fue la milonguera; siempre permanecí fiel a esa tendencia. Si hice bien o mal es otra cosa, pero en mis sentimientos y conciencia siempre fui fiel a ella”.
1936. La sensibilidad social lo acerca al partido comunista donde milita hasta el fin de sus días. “Yo tenía mi verdad y la lucha me daba la razón. Cuando uno opta por militar en un partido se expone a todas las satisfacciones y sinsabores de la cosa. Su ideología y militancia me hicieron cambiar el concepto de la vida”. Por sus ideas, Juan Perón lo manda a la cárcel, actitud que repite luego la Revolución Libertadora. Pero él casi nunca habla de esos percances. “No es un capital invertido que tiene que dar renta, por eso no me gusta vanagloriarme de las veces que me prohibieron o me encanaron. No creo que estar preso sea una virtud para andar proclamándola y hacer que la gente lo admire a uno por eso. Simplemente son avatares de la vida de militante”.
Los triunfos no lo obnubilan; su orquesta sigue siendo una cooperativa donde todo se comparte por igual. Troilo, Cobián y Francisco de Caro son sus admirados.
“Respeto a los profesionales y a los cantantes que se dedican al rock, pero no comparto el carácter de música nacional que le pretenden dar. Ahí no estoy de acuerdo. La juventud tiene que poner los pies en su propia tierra porque ahí hay hondas raíces que aún no conocen y por edad subestiman. El tango es un árbol que siempre va a dar frutos porque está viviendo en una tierra fértil, que es el alma popular”.
Roberto Espinosa
Edmundo Rivero Abstemio, pero no de noches.
San Telmo. Una voz se ha sentado en el empedrado, despertándole una angustia al silencio. Una garganta explota en tango, desbordando un sentimiento en la guitarra. “Cerrame el ventanal que arrastra el sol, su lento caracol de sueños. No ves que vengo de un país que está de olvido siempre gris, tras el alcohol. Un poco de recuerdo y sin sabor golpea tu rezongo lerdo. Marea su licor y arrea la tropilla de la zurda al voltear la última curda...” El alma de Edmundo Rivero deambula aún por las paredes de El Viejo Almacén, buscando en la memoria del olvido los ecos de un tiempo que se fue.
En Avellaneda, a pocos pasos de Puente Alsina, el 8 de junio de 1911, “el feo que canta lindo” ve el primer amanecer. Su padre ferroviario lo lleva luego a Saavedra, donde la ciudad ya se pierde en el campo. Una galería, un patio, siete higueras. En ese lugar, brotan pasiones: la guitarra, el tango, el lunfardo.
El canto despierta en la década del 30. “En esos años se cantaba en la radio más por cariño que por plata. Nunca se nos pasó por la cabeza que podríamos vivir de la música. En casa de un amigo solíamos reunirnos para tocar y cantar. Y se nos ocurrió una broma inocente. Tomamos el teléfono y marcamos al azar y si quien nos atendía era una mujer yo le cantaba. Ese día nos atendió una mujer. Ella dijo: ‘¿ustedes han puesto un disco o es una persona?’ Mi amigo le contestó que era yo. ‘¿Por qué no canta un poco más?’ Cuando concluí, me pidió que fuera por su casa. Allí vivía Julio De Caro; su hermano José estaba formando una orquesta y necesitaba un cantor. Me contrató. Cosas como estas me pasaron muchas. Por eso creo en el destino”.
Al despuntar los años 40, su registro de bajo-barítono choca bruscamente con la moda de los cantantes atenorados. “Las orquestas comenzaron a rechazarme; me escuchaban pero no me daban trabajo”. Abandona durante cinco años el canto. Nuevamente la casualidad. En Radio El Mundo, le piden que cante dos piezas. La mujer de Horacio Salgán lo escucha y este lo convoca. “Vea, si me aplaude la gente, me quedo. Si no terminamos como amigos”, le dice con humildad Rivero. Se queda tres años. Se encuentra con Pichuco Troilo y la voz vuelve a arrullar, esta vez un bandoneón.
Estudia canto en el conservatorio. A partir del 50, sigue solo. “No voy a decir que soy un tipo lindo. La ‘napia’ me anduvo siempre delante de los pies; el mentón es tirando a prominente. Tampoco digo que por ser fiero, uno es más macho o mejor cantor. Pero ni los años ni la fealdad me preocuparon nunca”.
Giras, éxitos. Estados Unidos. Japón. 1970. Sur, Yira yira, El último organito. Edmundo funda en el pecho de San Telmo “El viejo almacén”. Allí el dos por cuatro desnuda sus fantasmas. Estudioso del lunfardo, admirador del Zorzal. “El único que las tuvo todas: voz, inteligencia, pinta, emotividad fue Gardel. Después de él, cada uno se defendió con lo que pudo. Desde que tengo uso de razón, el tango está en crisis. Siendo una expresión popular, es lógico que atraviese por las mismas experiencias de los argentinos. El tango no es más que un reflejo de nuestra realidad cotidiana”.
Abstemio, pero no de noches, indiferente al tabaco, la felicidad de Rivero es ejercer de pájaro. “Desde los 17 años me acuesto a las 5. Canto, estudio, escribo, toco la guitarra, camino, tengo proyectos y una persona de 74 años no hace todo esto”.
Enero 18 de 1986. Un “cuore” viene en picada por las calles de San Telmo. “No le tengo miedo a la muerte. Es más difícil vivir que morir. La muerte es más natural que la vida: uno nace por accidente, pero muere por destino”.
Roberto Espinosa
Miguel Ruiz “El tango te cuenta las cosas como son”.
La bordona sacude un sentimiento en la noche, rastreando un empedrado. La guitarra puede despertar un tango, una milonga o una chacarera trunca. Nació el 28 de setiembre en Santa María Magdalena, un pueblito cercano a La Plata. Es el menor de nueve hermanos. En la década de 1960 se enamoró de Tucumán cuando vino acompañando al armoniquista santiagueño Hugo Díaz y terminó quedándose. Miguel Ruiz ha escrito desde entonces una buena parte de la noche tucumana, en compañía de su ladero Alberto “Gordo” Albornoz. Acompañó a los grandes cantores del tango y les aportó su talento a los hermanos Pepe y Gerardo Núñez. Es también un hombre sencillo y generoso.
- ¿Al tango lo mamaste de chico?
- Mi hermana mayor (se emociona) me silbaba tangos mientras barría el patio y yo los aprendía. A veces esa emoción uno la pone cuando está laburando en un escenario y se acuerda de todo eso. Uno no se da cuenta por qué llega a la gente. El músico, si no interpreta la letra del tango y si no se emociona cuando lo toca, no se puede comunicar con la gente. A mí me pasan cosas muy tremendas. A veces la gente me dice al final de un recital: “Miguel, cuando toca usted dice la letra”. Yo soy muy investigador en ese sentido, profundizo mucho la poesía y la música ni qué hablar. El tango es la vida, te cuenta las cosas como son. Los distintos tangos de la década del 40, me cuentan mucho cómo fue mi vida. Entonces cuando toco, voy diciendo las letras en mi pensamiento y sé cuándo una pieza tiene que ser alegre o trágica…
- ¿Hugo Díaz fue tu gran maestro?
- Hugo era un innovador, un improvisador, hacía jazz con el folclore; por ahí había gente que no le aprobaba eso. El me dio el espaldarazo final. Me enseñó a improvisar, a expresarme con el jazz; me dejó una escuela de música tremenda. Era muy macanudo, jovial, siempre con un chiste a flor de labios, una personalidad exquisita.
- Solía hacerse autobromas con su “jeta”...
- El sólo se cargaba. Y con este asunto de que tomaba tanto whisky contaba que había ido al médico. Este le hizo hacer los estudios. Entonces le dijo luego: “Realmente, usted está muy mal, le quedan dos horas de vida. Su hígado está como una molleja, los dos pulmones picados y el corazón de vez en cuando le late. Así que vaya a despedirse de la familia”. Se queda entonces muy mal. Cuando sale del consultorio y ve pasar un carro fúnebre, le grita: “¡Taxi!” (se ríe con ganas)
- ¿Fuiste un afortunado por la época musical que te tocó vivir?
- Sí. Cuando tenía 15 años toqué con grandes guitarristas y si no tocabas bien quedabas atrás, no caminaba la cosa. Uno de ellos fue Tito Sprobieri tocaba bello y era primera guitarra de Héctor Mauré. Después hicimos un trío melódico “Los tres de la noche”, con el que llegamos a
Mar del Plata. A la primera voz le toca la colimba y se termina todo y hacíamos cosas de avanzada. Con Roberto Correa tocábamos “Lo que vendrá” o “Calambre”. Mi visión musical apuntaba más arriba, tocar música más adelantada. En ese entonces lo escuchaba a Rovira, Julián Plaza, Piazzolla y al mismo Pugliese, que para mí es lo más grande que hubo en orquesta.
- ¿Y Aníbal Troilo?
- Son cosas distintas. Troilo tenía una nota que dolía. Una vez Edmundo Rivero me dijo: “Troilo es un tallador. Le das una obra rústica y él la embellece”. Pero el estilo de Pugliese para mí fue alucinante. A veces me animo y toco “La yumba” con la viola, acompañado por el Gordo.
- ¿Cómo empieza a caminar tu dúo con el Gordo?
- Cuando vine aquí por primera vez con Hugo Díaz, conocí al Gordo Albornoz, a su familia, su casa. Cuando uno anda de gira no es fácil que alguien te integre a su familia. Cuando me desvinculé de Hugo Díaz, volví a Tucumán con el trío Los Shunkos. Trabajamos una temporada. Luego me vine directamente a la casa del Gordo y empezamos a tocar juntos. Eso fue a mediados del 64. Había una fuente de laburo muy grande, se ganaba bien e hicimos el grupo “Los disonantes”. Tocábamos en las confiterías del centro. Llevamos 42 años tocando juntos. Nunca sé lo que voy a tocar porque lo hago de acuerdo con mi estado de ánimo. El Gordo me mira la nuca y ya sabe qué vamos a interpretar. Pocas veces armamos un repertorio de antemano. Somos como hermanos.
- Vos viviste siempre del tango, ¿se puede ahora?
- Uno lo toma a esto con responsabilidad, hay que ser cumplidor. Siempre he vivido de la música a fuerza de oficio, de ser serio. Yo también trabajé aquí y me jubilé; hasta eso me dio Tucumán. La bohemia es tremenda porque te lleva por todos lados; entonces hay que aprender a caminar. Ahora, no se puede vivir del tango.
- ¿Qué te dio el tango?
- Me ha dado todo: una casa, mi mujer, mi familia, una hija abogada... He ganado bien y he podido vivir con dignidad.
- Si te quedaran cinco minutos de vida, ¿qué tocarías?
- “La capilla blanca”, de Carlos Di Sarli y Héctor Marcó, porque me hacer recordar a mi pueblo... “En la capilla blanca de un pueblo
provinciano, muy junto a un arroyuelo de cristal, presiento sollozar tus labios... Y cuando con sus duendes la noche se despierta al pie de Santo Cristo, habrá una rosa muerta, ¡que ruega por los dos!
Roberto Espinosa
Publicada el 24 de abril de 2005.
Astor Piazzolla. Réquiem para un bandoneón vivo. Soledad. Invierno. Melancolía. Euforia. Vida. Depresión. Muerte. Pasión. Locura. Erotismo. Fuego. Densidad. Encierro. Ciudad. Primavera. Ruido. Movimiento. Autos. Colectivos. Gente que corre. Bullicio. Trenes. Buenos Aires. Frenesí. Plazas. Luces. Noche. Pichuco. Resplandor. Nueva York. Violencia. Patotas. Rebeldía. Gershwin. Fuga. Juan Sebastián. Otoño. Mar del Plata. Arena. Viento. Nonino. Marea. Punta del Este. Tiburones. Muelles. Pesca. Desafío. Coraje. Cuerpos que danzan el desamparo sobre un puente. Empedrado donde tropieza el alma. Abandono. Furia. Delirio. Verano. Arrebato de sexos. Whisky. Última grela. Lujuria. Amor estrellado. Alunado. Piantado. Encurdelado. Agitación. Tango. Boliche. Escolaso. Ferrer. Michelangelo. Madrugada. Tragedia. Neurosis. Contradicciones. Niebla. Existencialismo. Excesos. Languidez. Tinieblas. Paranoia. Réquiem. Pájaros perdidos. Bachín. Chiquilín. Rumor urbano. Decarísimo. Vendedores. Vocinglería. Tartamudeo de semáforos. Toccata. Organito loco que late en las tardes del rioba. Un flaco en bicicleta blanca. Una tangata silbando en la Nueve de Julio. Evasión. Biyuya. Prostíbulo. Trampa. Cabaret. Oscuridad. Perturbación. Concupiscencia. Temblor. Chucho. Fiebre de amor. Enajenación. Misterio. Religiosidad. Gardel. El día que me quieras. Medellín. Accidente. Caída. Llanto. París. Una mujer. Sabiduría. Ravel. Destino. Bartok. El jazz. Stravinsky. Un saxo masculla una reunión cumbre. Tristezas atareadas. Mulligan. Los ojos cierran y escuchan. Reminiscencias. Vardarito. Pibes que corren la alegría en parque Lezama. El bastón de Borges caminando el coraje. Nicanor Paredes. Bocinazos. Sábato. Beso arrebatado en la vereda. Abrazo mojado de ternura. Soleado. Manos que enlazan la esperanza urbana. Palomas. Obelisco. Parejas que se agitanvoluptuosas. Al borde del abismo. Sensualidad hecha danza. Piernas que atropellan el aire. Melodrama. Submundo. Pulsaciones. Fatalismo. Ángel. Milonga. Divagación. Un antes. Doble A. Un después. Insomnio. Ocaso. Este bandoneón destila vida contra el olvido. Veinte años han pasado. Piazzolla está vivo.
Roberto Espinosa
Carlos Gardel: Canta la vida, porque tú estás.
Colombia. 1935. Reventón, gritos, humo. El fuego roza sus párpados. Una taquicardia de flashes le bordonea las pupilas de la memoria. La vida le golpea en las sienes. Los olores del Abasto le emponchan la mishiadura. Le entreveran ecos franchutes y yoruguas. Rumores de desilusión se posan en la Reina del Plata. Le duelen críticas. Amigos se desamigan. Deudas. Ingratitud. Ella no pierde la cordura. A veces le cuesta. Hace un esfuerzo y aparece. También en los ojos. “Flor de tango” y “Mi noche triste” inauguran desde una grabación la música ciudadana en 1917. Las imágenes de un jardín otoñal caminan por las mesas ese 9 de mayo de 1919. En el Salón Esmeralda, de Muñecas 284, la emoción tucumana se despabila durante cuatro noches con ese puñado de canciones criollas que regala el dúo que conforma con José Razzano. La proyección de dos películas antecede a cada actuación.
Ecos de segundos. Ella vuelve a iluminarse. 1931, Costa Azul. Fiesta. Dos Carlitos. Uno, de amores con May Reeves, no le da tregua a la botella de coñac. El otro echa a volar un tango. Le toca el alma al duende de “El pibe”. “Comenzó a cantar y me impresionó hondamente. Tenía un don superior al de su voz y su figura, y una enorme simpatía personal con la que se ganaba, de inmediato, el afecto de todos”, dice Chaplin. La voz de Federico, poeta granadino, le aletea en las orejas: “Es mi hermano desde el mismo día en que lo escuché cantar una jota y un tango”.
Ella es generosa. Sus brazos se abren siempre a la alegría. A la vida. Atraviesa fronteras. España. Francia. Colombia. Venezuela. Puerto Rico… Llega a Nueva York. Estampa su alma en “Cuesta abajo”, “El tango en Broadway”, “El día que me quieras”, “Tango bar”, películas que la llevarán lejos. Abrazará multitudes.
Aeropuerto de Medellín, 24 de junio. El reloj le pisa los talones a las 15. Premonición. Estertores de adiós. Ella se aferra a un sentimiento. “Volver errante en las sombras, lejana tierra mía, bajo tu cielo, esta soledad de golondrinas silba una melodía de arrabal. Mi Buenos Aires querido, el beso de sus labios… fue su amor de un día, cuesta abajo voy con mi amargura. Quiero el beso de sus boquitas pintadas, frágiles muñecas del olvido y del placer… Cuando tú no estás muere mi esperanza, todo es dolor… canta la fuente, ríe la vida porque tú estás. Rechiflao en mi tristeza… en mi pobre vida paria… volvió una noche con la mirada triste y sin luz… había en mi frente tantos inviernos, que tomo y obligo… yo sé que un hombre no debe llorar… su boca que besa borra la tristeza… Se fue en silencio, sin un reproche… quise abrigarla y más pudo la muerte… una promesa y un suspirar borró una lágrima de pena aquel cantar… tengo miedo del encuentro… tengo miedo de las noches… mecen en sus cunas nuevas esperanzas… silencio en la noche, silencio en las almas…”, canta a media voz la sonrisa de Carlos Gardel.
Roberto Espinosa